miércoles, 3 de febrero de 2010

Cómo lo cuentas

Cómo lo cuentas
Suelo contar la historia de un cronista de blues que asiste a un entierro solitario y triste. Ha muerto un cantante de blues negro, gordo, petiso, desgarbado, a quien los borrachos le pagaban unos tragos para que pase al escenario y cante igualito que Elvis. A esa hora del trasnoche, el barco ebrio se agita con las contorsiones y risibles movimientos de pelvis del negro gordo, que canta Hound Dog, Love me tender y Heartbreak Hotel con una entonación que desencadena carcajadas. Uno de los espectadores es el cronista de blues, acaso el único que sabe el secreto. Ese negro gordo es el verdadero Elvis, es el compositor de sus mejores éxitos; aun más, le ha grabado demos para enseñarle a cantar en estilo sincopado; ha recibido como cincuenta dólares por composición y ha permitido que Elvis figure como compositor de esas canciones que a él le salieron sin esfuerzo. Sin embargo no le guarda rencor; al contrario, se regocija viendo en el televisor a Elvis, que interpreta Hound Dog, Love me tender o Heartbreak Hotel, mientras él comenta a su vecino de barra que esas canciones las compuso él, y el vecino se desternilla de risa y, por supuesto, no le cree.
El cronista de blues existe, se llama Gary Giddins; el cantante negro de blues existe, se llama Otis Blackwell; la venta de sus composiciones a los productores de Elvis es cierta; Gary Giddins recogió ese artículo en su libro “Viajando en una nota blue”, que alguien me regaló en 1968 en una pésima traducción. Lo que no es cierto es que Otis fuera indigente y, sobre todo, la escena inicial de su entierro. Al contrario, la nota del cronista se basa en una entrevista a un Otis pasablemente próspero, director de una banda de blues, y es un homenaje a Elvis. Otis dice que nunca quiso conocerlo, pero que ahora que lo sabe muerto, le hubiera encantado estrecharle la mano.
Algo más: recuerdo que durante años y años me resistí a volver a leer ese libro, ahora diría que por un escrúpulo de conciencia. Pero de pronto volví a su lectura y me asombró saber que yo había corregido la historia de Otis y que esa escena inicial del entierro era inventada y falsa, pero a fuerza de contarlo durante años y años acabé por creer que era cierta.
Se lo conté a mi hija Camila, que conocía bien la anécdota, y creo que le provoqué una decepción al confesarle que no todo era cierto porque yo lo había inventado y corregido. Le previne, por si acaso, que no repitiera mis historias, porque suelo mentir, corregir, inventar, y al cabo de un tiempo me olvido de mis propias mentiras e invenciones y las recuerdo como verdades.
Para ser indulgente conmigo mismo, yo diría que en mi primera lectura tenía 18 años, pero el instinto de contar historias ya me obligaba a corregirlas, a mentirlas, a inventarlas a capricho. Ejemplos tengo muchos, pero baste éste para ilustrar que no importa si la historia es o no real, sino cómo la corriges y, sobre todo, cómo la cuentas.

domingo, 27 de septiembre de 2009

El resuello de los libros




No entiendo cómo pude amontonar mis libros en un depósito durante ocho meses, abriendo apenas la puerta para que se ventilen. Al fin pude rescatarlos y desplegarlos en un departamento que escogí por sus altas paredes. Todavía están desparramados como cadáveres en un campo de batalla, pero buena parte de ellos han ganado sitio en los estantes y me observan como espectadores de tribuna.

Me gusta llegar de noche y antes de encender la luz sentir su olor característico. Yo diría que no sólo huelen: respiran, resuellan. Las paredes altas les permiten repantigarse a sus anchas, y aun los que se paran ordenados en los estantes parecen ciudadanos erguidos cantando un himno a la alegría.

Me he preguntado por qué hace una semana que tengo insomnio. Le he atribuido mi falta de sueño al rencor de mi colchón que también estuvo en depósito. Supuse que se negaba a sentir mi humanidad y me alejaba el sueño; pero sospecho que más bien son los libros que hacen vigilia mientras yo procuro dormir. Tantos y tantos personajes aprisionados entre sus páginas, ávidos de que algún lector piadoso les dé vida posando sus ojos en los renglones, tienen que desvelar hasta a una marmota o a un peregrino descalzo luego de un fatigoso viaje. Siento que se agitan en la oscuridad y esperan ansiosos que al menos mis ojos les den vida, así sea hojeándolos a mi aire, con una curiosidad desmañada, en busca cuando más de alguna frase subrayada.

Esos personajes intuyen que de cada uno de esos libros no pueden salir, a no ser por la línea aérea de la memoria del lector. Si el lector les presta sus ojos y su memoria, ya no estarán encarcelados, ya no yacerán como en un cementerio: agitarán la memoria de quien los lea y nutrirán su conversación sugiriendo sentimientos nuevos y pulsiones jamás estrenadas.

¡Cómo sufren los libros en los traslados! Parecen convictos apiñados en vagones de carga rumbo a campos de concentración. Pero hay esperanza en ellos, pues no saben adónde irán a parar. Unos acaban deshojados y convertidos en papilla que a su vez será prensada en rollos de papel higiénico. Quevedo diría que de adorno de los ojos de la cara pasan a ser utensilio del ojo cíclope del culo. Otros aguardarán pasar de mano en mano en las librerías de libros usados, intuyendo, melancólicos, cómo regatean precios, como si se tratara de esclavos rendidos o acémilas de mala dentadura. Pero a veces los acoge un ambiente fresco, no importa si soleado, pues aun en la penumbra son felices, con tal que a la luz de una lámpara, o de un candil, un par de ojos recorra sus páginas y devuelvan vida a sus personajes.

Un libro huele delicioso; dos, tres, diez, acentúan su bouquet. Pero cientos de libros en un departamento no sólo huelen: ocupan. Uno se siente viviendo en una “casa tomada”; paseando la propia soledad entre multitudes. Tan sólo de imaginar cuántos personajes hay encerrados en esos libros, uno podría pintar nuevamente esos murales de la Revolución Mexicana con decenas y decenas de rostros reconocibles. Allí Oliveira intuye que la Maga no existe, y aun así se pregunta si podrá encontrarla; Aureliano Buendía va una y otra vez de la mano de su padre a conocer el hielo y Don Quijote, con una bacinica de barbero por yelmo y un viejo leño por lanza sale, en uno y otro viaje por La Mancha.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Una profecía sobre el 11/S





Thomas Merton, monje trapense y poeta, guía espiritual de Ernesto
Cardenal, escribió en 1947 un poema estremecedor titulado “Figuras de
un apocalipsis en las ruinas de Nueva York”, en el cual parece revivir
las revelaciones de los profetas bíblicos al anunciar casi medio siglo
antes el derrumbe de las Torres Gemelas. “¿Cómo han caído, cómo están
ahí tumbadas / esas torres de hielo y acero grandes y fuertes /
derretidas por qué terror y por qué milagro? / ¿Qué fuegos y luces,
con el odio blanco de / una sentencia súbita, hicieron derramar / esas
torres de plata y acero?”, escribe Merton, como si hubiera adivinado
el atentado del 11/S.
El poema dice lo siguiente: “Más pálida que la cara de una actriz
está la luna. / Hemos escuchado su lamento en la hiedra marchita /
sobre puentes dentales,– / en la hiedra marchita, destrozada, / que
ama hecha ventarrón en rehilete. / Más pálida que la cara de una
actriz / está la luna, y por ti llora, Nueva York, / buscándote entre
escombros de puentes, / y se agacha para escuchar al falso bronce / de
tu voz sofisticada / ¡cuyos cantos ya no se escuchan! / ¡Qué quietud
ha llegado tras la oscura noche! / después de que las flamas desde las
nubes / calcinaron tus dientes con caries, / y cuando esas
luminosidades lanzaron / las negras ebulliciones de Harlem y el Bronx
/ derramaron a los prisioneros permanentes / (las decenas y veintenas
de vivos) / sobre las frondas de los árboles de Jersey / de verdosos
ranchos, para encontrar la libertad. / ¿Cómo han caído, cómo están ahí
tumbadas / esas torres de hielo y acero grandes y fuertes / derretidas
por qué terror y por qué milagro? / ¿Qué fuegos y luces, con el odio
blanco de / una sentencia súbita, hicieron derramar / esas torres de
plata y acero? / Tú, cuyas calles han crecido por entre rejas, /
Arraigadas en Bowling Green arraigadas a golpes / en Upper Bay: /
¿Cómo estás desnudada, hoy, hasta tu esqueleto? / ¿Qué cambió tu carne
viva por carne muerta? / ¿Dónde está el fulgor de tus licencias
obscenas? / ¿Oh, dónde están tus niños en la tarde del domingo / uno a
uno baleados desde las sombras de la Paramount? / Las cenizas de las
torres aplanadas siguen
remolinando con adornos de humo, mientras velan / en tus exequias, y
con el tufo de la incineración / escriben, entre rescoldos, este tu
epitafio: / “Aquí existió una ciudad
que se vestía con dinero de papel. / Vivió cuatrocientos años con
monedas / de níquel circulando por sus venas. / Amó las aguas de los
purpúreos siete / mares y ardió / en su propia verde bahía más grande
/ y más blanca que la de Tiros. / Fue grosera como un taxi. Con sus /
altos tacones algunas veces sus ojos / se vieron azules como la
ginebra, / y durante toda su vida los clavó en / los corazones de sus
seis millones de pobres. / Ahora ella murió entre terrores de / una
repentina contemplación –Ahogada / en sus aguas de un manantial
envenenado.” / ¿Podremos consolar a las estrellas ante / la larga
sobrevivencia de esa perversidad? / Mañana y un día después nacerán
pastos / y flores en el seno de Manhattan. Pronto / en el lugar de las
sucias ventanas se / mecerán las ramas de nogales y sicomoros / –Las
hiedras y los viñedos derrumbarán / las frágiles murallas. Las
fachadas de / piedras grises quedarán enterradas en / la frescura y
fragancia de las flores. / La rosa silvestre y el manzano / florecerán
en los / barrancos silenciosos / de la ciudad. / En las cornisas de
viejos departamentos / habrá nidos de palomas y panales. / Las aves
cantarán sobre espinos asoleados / donde estuvo la Park Avenue. Y en
el lugar / del Central Park habrá un cerrito / arracimado por dulces
oscuros pinos. / Piensa que habrá algún campesino deshierbando / el
bosque para sembrar un acre de milpas / que se verán como estandartes
en las colinas / sobre el campo de Harlem. ¿Vendrán / los cazadores a
explorar las campiñas vírgenes / de Broadway buscando linces y
venados? / ¿O algún ermitaño, escondido entre abedules, / con los
ladrillos del palacio municipal / construirá su ermita cuando todos
los / subterráneos se vuelvan arroyos y riachuelos / con peces
fluyendo bajo el sol y en silencio / hacia el Battery sembrado de
cañas? / Pero la luna, hoy, luce más pálida que una / estatua. Se
asoma cargando una lámpara entre / árboles de hierro en esta
Hespérides arrasada. / Bajo esa luz, en las cuevas que alguna vez /
fueron escollos y teatros, gente greñuda viene
a jugar– / Y creemos oír el canto de las esfinges con eco / entre las
rocas de Wall Street y Pine Street. / Nos quedamos llenos de miedo y
más mudos que / las estrellas que caen cojeando en aguas mutiladas. /
Más mudos que la madre luna, blanca muerte que / vuela y escapa
cruzando la aridez de Jersey. La versión es del poeta mexicano José
Vicente Anaya, así como esta nota introductoria publicada en La
Jornada Semanal, del DF. Thomas Merton (1915-1968) a finales de 1941
decidió ingresar a la orden monástica de los cistercienses (más
conocidos como trapenses), en la Abadía de Getsemaní, Kentucky,
Estados Unidos. Años más tarde haría los votos para consagrarse como
monje sacerdote y llegó a ser maestro de novicios en dicho monasterio,
enseñando teología, filosofía y literatura. Antes estudió en Cambridge
y vivió varios años en la atmósfera intelectual y bohemia del Villege
de la ciudad de Nueva York mientras daba clases de filosofía en una
escuela de educación media.
La cantidad de libros que Thomas Merton publicó es abundante, en
español pueden contarse más de veinte títulos, algunos de ellos: Amar
y vivir, Humanismo cristiano, Ishi significa hombre, Acción y
contemplación, El hombre nuevo, Reflexiones sobre Oriente, El Zen y
los pájaros del deseo, Nuevas semillas de contemplación, Paz personal
paz social, Amar y vivir, El camino de Chuang Tzu, etcétera.
Acerca de sus ideas sobre lo que es una ciudad, alguna vez Merton
escribió: “Las primeras ciudades del continente americano fueron
centros de celebración. Eso eran, por ejemplo, las primitivas ciudades
mayas de Guatemala y la ciudad zapoteca de Monte Albán, en México.
Ciudades muy antiguas de entre los años 500 y 300 aC , contemporáneas
de las ciudades-Estado de Grecia. Las primeras ciudades mayas y el
centro zapoteca de Monte Albán no eran capitales imperiales. No tenían
ejércitos. No tenían reyes. No conquistaron a nadie. Si había luchas
era a pequeña escala. La ciudad no había sido construida por la guerra
y la conquista. El dinero no existía. La ciudad fue construida por el
pueblo, no para un rey, no para una pandilla de generales sino para
ellos mismos; era un lugar de celebración.” ¿Nueva York alcanzaría ese
rango civilizado para la celebración? Merton conoció muy bien la
ciudad de Nueva York. Después de seis años en el monasterio, caminando
por dicha ciudad tuvo esta visión del futuro que escribió en forma de
poema y que aquí presentamos.

La mujer más hermosa del mundo

La belleza femenina (quizá también la masculina) es una manifestación
sobrenatural que nos hace enmudecer. Acata la hermosura, dice José
Emilio Pacheco, un verso que se me viene cada vez que me topo con esos
bellos avatares de Helena de Troya o de Angeline Jolie, como me
ocurrió en Oruro, según paso a contar.

El año 1979 viví un largo pero cálido invierno en la tierra del
poderoso San José. Cálido por los amigos, parientes y compañeros que
me hicieron leve la vida. Silvia Mercedes Ávila me había alquilado la
casa de su papá, el insigne poeta Antonio Ávila Jiménez, en la esquina
Belzu y Vásquez, donde teníamos un patio enorme, que servía para poner
la mesa del almuerzo dominguero allí donde el sol caía a plomo, para
irla recorriendo hasta la pared del fondo, y recibir hasta el último
rayo del crepúsculo. Este deporte de fin de semana tenía huéspedes tan
conspicuos como Alberto Guerra Gutiérrez, con quien desagotábamos
(como decía mi carnal Alfredo) una y hasta dos damajuanas de vino.

Otro gran amigo de entonces era Xavier Martínez y su esposa Marta
Barba, compañeros valerosos en esos días de lucha por la apertura
democrática. Los recuerdo porque allí ocurrió la anécdota que voy a
contar.

Resulta que una mañana soleada fui a visitarlos en ese piso de segundo
nivel donde vivían, cuyo mayor encanto era un balcón enfarolado con
calamina plástica que difuminaba un delicioso calor. Ingreso a la casa
y lo primero que veo es el perfil ondulante de la mujer más hermosa
del mundo, que tomaba sol en bikini con la mirada dura y perdida como
la de un león. Su piel teutona comenzaba a broncearse, sus cabellos de
oro brillaban con la intensa luz, sus ojos transparentes de tan claros
miraban sin ver un punto fijo.

Ya me iba a acercar para saludarla cuando mi buen amigo Xavier me tomó
del cuello y me disuadió con un empujón hacia la cocina. Entonces me
contó lo que le había ocurrido a la bella huésped alemana. Noche antes
había tomado pieza en un alojamiento. El conserje y el empleado no
tuvieron empacho en tocarle luego la puerta para abusar de ella, pero
la bella alemana les dio una tunda mortal porque era cinturón negro.
Ambos tíos la denunciaron a la policía y dos guardias se la llevaron
para que pasara la noche entre rejas. La cosa es que los dos pacos
quisieron colarse a su celda y recibieron también su merecido. Así la
muchacha pasó la noche en vela resguardando su honor hasta el nuevo
día, en el cual recién pudo salir a llamar por teléfono a los únicos
amigos que tenía en Oruro, que eran Xavier y Martita. Ellos la habían
rescatado minutos antes y la habían invitado a relajarse tomando sol
en el balcón.

Si en esas circunstancias yo me acercaba con aires de galán, buena
tunda me hubiera llevado, pero gracias a mi amigo Xavier, a quien le
decimos El Wawa, resigné, yo diría que afortunadamente, la peligrosa
posibilidad de conocer a la bella alemana.

Conciencia del cuerpo

Durante mi adolescencia dominaba buena parte de los ejercicios en
aparatos. Hacía sacapechos y saca-aletas en las paralelas, subía a la
barra sin dificultad y hacía algunas suertes en las argollas, pero
nunca pude admitir siquiera pararme de cabeza. Por eso nunca pertenecí
al equipo de atletismo. Y sin embargo era un flaco extremo. Recuerdo
que una vez casado, y cuando ya había nacido mi hijo Ariel, incluso
cuando ya nació Manuel y ambos caminaban, los llevé al colegio y subí
a la barra, seguro de que podía hacerlo como tantas veces, y entonces
me sorprendió mi pesadez, pues no sólo no podía subir, sino que ni
siquiera podía levantar mis piernas, a tal punto se habían aflojado
mis abdominales. Yo creí hasta entonces que la habilidad física se
daba de una vez y para siempre, pero no tardé en desengañarme.

En 1970, yo pesaba 70 kilos; en 1980, 80 kilos; en 1990, 90 kilos. El
2000 me pasé hasta bien entrado el nuevo milenio, y no puedo dar
marcha atrás. Quisiera romper con esta inflación de tres dígitos.
Trato de justificarme diciendo que tengo un depósito a plazo fijo de
por lo menos 40 años, y que no podré gastar los intereses en todo lo
que me resta de vida. Digo que tuve un inflarto, que me inflé harto,
en fin, hago bromas conmigo mismo, pero no bajo de peso. Hasta hoy no
he tenido problemas cardiovasculares, pero alguna vez he considerado
la inminencia de ellas, sobre todo en mi última estancia en La Paz,
donde permanecí por siete años y me acostumbre a vivir solo. Cómo
bebíamos entonces, y cómo me negaba a admitir que el espíritu subía y
subía mientras el cuerpo caía de rodillas. Por entonces sentía el vago
temor de que en algún momento me fallara el corazón, pero ahora que
controlo mi presión alta y ya no siento el músculo como un conejo
asustado, ya no pienso demasiado en ello.

Hay tres cosas de las que felizmente no tenemos conciencia permanente:
la respiración, los latidos cardíacos y el tiempo. Si viviéramos
pendientes de esos índices, nos volveríamos locos. Respiramos sin
sentirlo, latimos sin sentirlo, transcurrimos sin sentirlo.
Recuperamos la conciencia unos instantes, pero casi de inmediato nos
salva la razón y nos sumerge en las aguas benéficas de la
inconsciencia. Pero este control se afloja en las noches de insomnio,
y entonces respirar, latir, transcurrir, se nos vuelve insoportable.

No sé si afortunadamente, pero vivimos olvidando que habitamos esa
nave que llamamos cuerpo. El cuerpo, decía Paco Umbral, es el
testimonio de nuestra soledad, de la soledad radical de nuestra alma.
Sin embargo, tratamos de ignorarlo, procuramos no tener conciencia de
él, lo usamos y abusamos.

José Antonio Arze publicó un folleto con instrucciones para escribir
autobiografías desde un punto de vista materialista dialéctico. Es una
propuesta interesante porque comienza por la conciencia del cuerpo,
que usualmente uno omite en sus memorias. Arze propone que primero se
haga un seguimiento minucioso de la biografía corporal, para pasar a
hablar de la influencia del medio, de la sociedad y la naturaleza, y
por fin el desarrollo espiritual. Como diría un amigo cambinga,
sumamente interesante.