Durante mi adolescencia dominaba buena parte de los ejercicios en
aparatos. Hacía sacapechos y saca-aletas en las paralelas, subía a la
barra sin dificultad y hacía algunas suertes en las argollas, pero
nunca pude admitir siquiera pararme de cabeza. Por eso nunca pertenecí
al equipo de atletismo. Y sin embargo era un flaco extremo. Recuerdo
que una vez casado, y cuando ya había nacido mi hijo Ariel, incluso
cuando ya nació Manuel y ambos caminaban, los llevé al colegio y subí
a la barra, seguro de que podía hacerlo como tantas veces, y entonces
me sorprendió mi pesadez, pues no sólo no podía subir, sino que ni
siquiera podía levantar mis piernas, a tal punto se habían aflojado
mis abdominales. Yo creí hasta entonces que la habilidad física se
daba de una vez y para siempre, pero no tardé en desengañarme.
En 1970, yo pesaba 70 kilos; en 1980, 80 kilos; en 1990, 90 kilos. El
2000 me pasé hasta bien entrado el nuevo milenio, y no puedo dar
marcha atrás. Quisiera romper con esta inflación de tres dígitos.
Trato de justificarme diciendo que tengo un depósito a plazo fijo de
por lo menos 40 años, y que no podré gastar los intereses en todo lo
que me resta de vida. Digo que tuve un inflarto, que me inflé harto,
en fin, hago bromas conmigo mismo, pero no bajo de peso. Hasta hoy no
he tenido problemas cardiovasculares, pero alguna vez he considerado
la inminencia de ellas, sobre todo en mi última estancia en La Paz,
donde permanecí por siete años y me acostumbre a vivir solo. Cómo
bebíamos entonces, y cómo me negaba a admitir que el espíritu subía y
subía mientras el cuerpo caía de rodillas. Por entonces sentía el vago
temor de que en algún momento me fallara el corazón, pero ahora que
controlo mi presión alta y ya no siento el músculo como un conejo
asustado, ya no pienso demasiado en ello.
Hay tres cosas de las que felizmente no tenemos conciencia permanente:
la respiración, los latidos cardíacos y el tiempo. Si viviéramos
pendientes de esos índices, nos volveríamos locos. Respiramos sin
sentirlo, latimos sin sentirlo, transcurrimos sin sentirlo.
Recuperamos la conciencia unos instantes, pero casi de inmediato nos
salva la razón y nos sumerge en las aguas benéficas de la
inconsciencia. Pero este control se afloja en las noches de insomnio,
y entonces respirar, latir, transcurrir, se nos vuelve insoportable.
No sé si afortunadamente, pero vivimos olvidando que habitamos esa
nave que llamamos cuerpo. El cuerpo, decía Paco Umbral, es el
testimonio de nuestra soledad, de la soledad radical de nuestra alma.
Sin embargo, tratamos de ignorarlo, procuramos no tener conciencia de
él, lo usamos y abusamos.
José Antonio Arze publicó un folleto con instrucciones para escribir
autobiografías desde un punto de vista materialista dialéctico. Es una
propuesta interesante porque comienza por la conciencia del cuerpo,
que usualmente uno omite en sus memorias. Arze propone que primero se
haga un seguimiento minucioso de la biografía corporal, para pasar a
hablar de la influencia del medio, de la sociedad y la naturaleza, y
por fin el desarrollo espiritual. Como diría un amigo cambinga,
sumamente interesante.
viernes, 25 de septiembre de 2009
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