jueves, 30 de abril de 2009

Un hombre que volaba sobre Cliza



Un hombre que volaba sobre Cliza

La memoria que guardo de mi padre está ligada a la vida cuartelera. Cuando el viejo era muy joven, el abuelo José lo extirpó de las orillas de un piano y lo mandó al cuartel para preservar la estirpe militar de la familia que, hasta entonces, había provisto de carne de cañón calificada a dos guerras, además de un ingeniero de uniforme francés que construyó la Catedral de La Paz por encargo de Aniceto Arce.
De ese modo, mi padre y sus dos hermanos fueron militares de carrera; los tres concurrieron a la Guerra del Chaco para completar el sino guerrero de la familia, y aunque el viejo era discípulo de Hans Kundt, tres años en el frente de batalla lo dejaron mustio y contrito, al extremo de dejar la carrera familiar y convertirse, años después, en bacteriólogo y boticario asimilado al Ejército.
Una de las memoria más antiguas de mi padre tiene como escenario el cuartel de la Región Militar, en la calle Uruguay, a una cuadra de la esquina donde yo nací. Mi primer peluquero fue un señor Maldonado, hermano del célebre Manuel, mozo en la edad heroica del Bar Comercio. Las tribulaciones de Maldonado en los días de conscripción, determinaron que yo no conociera otro corte que el dibujo de una lata de sardina, pinchoso como rye grass, sobre la frente, con los parietales de sus víctimas rapados a cero. De igual modo, los dentistas Parrilla y De la Zerda usaban un torno a pedal cuyas trepidaciones todavía resuenan en la memoria de mis maltrechas y humeantes mandíbulas. Allí se divertía el viejo compartiendo coctelitos de ácido cítrico servidos en tubos de ensayo, con sus respectivos hielos, un lujo proveniente del refrigerador que tronaba como si tuviera motor Hurricane. Rudón, Zuleta, Cladera y Adriázola eran los apellidos que más se escuchaban en la farmacia del viejo.
Con semejante influencia familiar, no sé cómo pude hurtarme de los cuarteles y desengañar a mi padre que me tenía lista una beca a Saint Cyr, siempre que me alistara en el Colegio Militar. No entiendo qué pudo borrar en mí la información genética de tres generaciones, pero sospecho que algo contribuyó a ello el episodio que me tocó vivir en el ominoso cuartel del Regimiento Ustáriz.
Tendría yo nueve años cuando el viejo decidió llevarme de vacaciones a Cliza, a un viejo cuartel con épicos torreones y portón herméticamente abierto, porque era el bravo tiempo de la Ch'ampa Guerra –guerra entre campesinos oficialistas y opositores--, y el Regimiento Ustáriz, al mando del temible Zacarías Plaza, cumplía las funciones de quintacolumna en territorio de Miguel Veizaga, enemigo del gobierno.
Zacarías no era militar de academia. La revolución del 52 lo promovió a capitán desde su viejo oficio de miliciano. Era un hombre duro; años después se distinguiría como represor en la Masacre de San Juan; dejó al morir un recuerdo imborrable: una maleta con sus restos descuartizados por una mano vengadora. Sin embargo, lo recuerdo muy cariñoso y gentil, una mañana en que mi padre había conseguido leche endulzada hasta la diabetes, en cuyas dudosas aguas flotaban cadáveres... de hormigas.
Debí suponer entonces el destino de Zacarías, pero ya tenía suficientes tribulaciones con el rancho de tropa, tan opuesto a la bendita comida de casa que en mi estulticia me daba el lujo de rechazar. No guardo recuerdos gratos de esa vacación. Ya desesperaba de soportar la vida cuartelera todo el verano cuando un acontecimiento imprevisto me devolvió a los cuidados de mi madre.
Resulta que una noche, asomado a la ventana de la cuadra, vi cómo la puerta del cuartel engullía la silueta escoltada de un campesino. Adentro lo esperaban dos escuadras de soldados; le hicieron el callejón de la amargura; lo golpearon con los morrales llenos de piedras.
Muy de mañana, un centinela llamó a mi padre para que certificara la muerte del campesino. Lo acompañé, arrebujado en uno de sus capotes, y a la luz de una vela que aclaraba los rasgos del difunto, como si un soplo de misericordia restañara sus heridas, vi cómo abría los ojos, se levantaba y volaba, muy tranquilo, como si caminara en el aire. Así ganó uno de los torreones, y luego el otro; sobrevoló el cuartel, de tejado en tejado, y a la hora de la revista, se divirtió a morir remedando los ritos castrenses a un par de metros por encima de las cabezas de los soldados.
De ello pueden dar testimonio los conscriptos de entonces, que han mantenido la tradición oral de este relato. Ellos cuentan que un buen día, el curandero del pueblo leyó en hojas de coca el destino del hombre que volaba, y en lo alto del torreón del cuartel le previno que se cuidara de que alguien escribiera esta historia, porque ahí mismo se rompería el encanto.
Así ha estado volando todo este tiempo, hasta que tú, frívolo lector, por tu impía curiosidad, acabas de romper, quizá para siempre, el encanto del hombre que volaba sobre Cliza.

Oda a la bicicleta



Oda a la bicicleta

Pablo Neruda

Iba
Por el camino
Crepitante:
El sol se desgranaba
Como maíz ardiendo
Y era
La tierra
Calurosa
Un infinito círculo
Con cielo arriba
Azul, deshabitado.

Pasaron
Junto a mí
Las bicicletas,
Los únicos
Insectos
De aquel
Minuto
Seco del verano,
Sigilosas,
Veloces,
Transparentes:
Me parecieron
Sólo
Movimientos del aire.

Obreros y muchachas
A las fábricas
Iban
Entregando
Los ojos
Al verano,
Las cabezas al cielo
Sentados
En los
Élitros
De las vertiginosas
Bicicletas
Que silbaban
Cruzando
Puentes, rosales, zarza
Y mediodía.

Pensé en la tarde cuando
Los muchachos
Se laven,
Canten, coman, levanten
Una copa
De vino
En honor
Del amor
Y de la vida,
Y a la puerta
Esperando
La bicicleta
Inmóvil
Porque
Sólo
De movimiento fue su alma
Y allí caída
No es
Insecto transparente
Que recorre
El verano,
Sino
Esqueleto
Frío
Que sólo
Recupera
Un cuerpo errante
Con la urgencia
Y la luz,
Es decir,
Con
La
Resurrección
De cada día.

EL ALEPH DEL EROTISMO



EL ALEPH DEL EROTISMO

Dos entre muchos ejemplos me inducen a creer que el erotismo es una esfera cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna. El primero proviene de una aventura temprana, la lectura del Pato Donald, antes que Dorfman y Mattelart nos envenenaran el sano entretenimiento de leer esas huevadas con su famoso análisis del discurso. Mis lecturas de ch’iti fueron una devoración sin orden ni concierto de cuantas revistas podía fletar y canjear en esas mañanas aburridas de domingo en que no había nada que hacer ni amigos que visitar luego de ir a la misa obligatoria del colegio. Entre ellas, numerosos ejemplares del famoso personaje de Disney. Su lectura estaba asociada además al sentido prohibitivo del silencio que había fijado como norma inconmovible mi madre, una señora muy estricta. Quizá todavía tiemblo cuando recuerdo su voz que me decía: “Qué avería estarás haciendo”, si yo me quedaba calladito. La consecuencia directa, que hasta hoy no puedo refrenar, es la súbita excitación que me produce el solo hecho de quedarme solo. Para decirlo gráficamente, aun hoy se me para de inmediato.

Esa rigidez sentí un domingo triste en que leía la revista del Pato en un episodio que todavía me retila: por un descuido, Donald le enciende la cola de plumas a la Pata Daisy y ésta sale aullando, aterriza en un charco y luego le muestra la cola humeante con un reproche digno de una película porno: “Donald, mira lo que me has hecho”. Ahora que lo escribo, me parece una escena de una sensualidad que el picarón de don Walt quizá no supo controlar porque se le escapó por algún resquicio de su subconsciente. A ver usted, honesto lector, póngale (a su pareja) la mano al pecho y dígame qué sentiría si ve a Nicole Kidman diciéndole a Tom Cruise: “Donald, mira lo que me has hecho”. Yo intenté reproducir el cuadro, pero ninguna chica estuvo a la altura de la escena. Hágalo usted: dígale a su chica que se ponga decúbito supino, trate antes de que la cola le humee y entonces dígale que se vuelva hacia usted y mirándolo entre tierna y adolorida le diga: “Donald...” etcétera. Para mí que esa frase es emblemática del más alto erotismo, así como esa otra, “Cowboy, sírveme otro whisky doble”, la recuerdo de memoria, es como la chapa del inolvidable Humphrey Bogart.

Pienso además que mi lectura del Pato Donald vale bastante más que el cartucho y académico análisis de Dorfman, pero no es bueno que yo lo diga. Me limitaré pues a hallarle un parentesco con el famoso artículo de Guillermo Cabrera Infante: “Corín Tellado, pornógrafa inocente”, donde selecciona pasajes y frases de los melosos cuentos de doña Corán Tullido, como le gusta decirle, en la revista “Vanidades” que, así descontextualizadas, le retilan la murta a cualquier casta monjita.

El otro episodio viene de la lectura de un cuento de Witold Gombrowicz, ----polaco refugiado en Argentina, escritor casi olvidado hoy, redescubierto para nosotros cuando emprendíamos el primer tramo de la juventud, en los años 60-- que encontré en la revista “Mundo Nuevo”, allá por 1968. Es la escena muda de una niña que chupa un hueso mientras un niño la mira embebido desde el otro lado de la cerca. La niña se lo ofrece, para que él también lo chupe. No hay nada más que eso, pero es de un erotismo magnético que te pone el cuerpo entero como un vibrador accionado por un megavatio.

Hermosa época esa de la paja en el ojo propio, cuando no había estampas cochinas, mucho menos videos porno ni otras incitaciones más bien groseras, mecánicas y repetitivas hasta la obsesión. Pero para eso habían lecturas. En algún momento llegué a creer que cada libro, por más que fuera de matemáticas, encerraba alguna página que te hacía estremecer de gusto. Ese acicate me llevó a hojear tempranamente la copiosa biblioteca de mi hermano y a encontrar cosas sorprendentes. Cómo olvidar, por ejemplo ese viejo libro inglés titulado “Fanny Hill”, cuya virtud mayor era el gozo con que presentaba el sexo más explícito sin sombra de culpa. Qué mujeres más dispuestas al placer, qué hombres tan bien dotados, qué rubores y asombros en la casa de muñecas de Madame Fanny. Regalé ese libro hace poco, pero antes recompuse con nostalgia las esquinas de página dobladas por mi mano derecha, pues la izquierda estaba ocupada en otra cosita. De entonces me viene seguramente la costumbre de clasificar ciertos libros en el rubro “para leer con una sola mano”, entre los cuales a veces me ufano de incluir mi novela “Ando volando bajo”.

Pero bastante antes de “Fanny Hill” me zarandeó como a un arbusto la novela “Lolita” de Nabokov. Mi madre y yo vivíamos solos y en las noches, mientras ella tejía y escuchaba su radionovela y al mismo tiempo rezaba el rosario, yo me hurtaba de su vista y me iba a leer los crudos amores de ese afortunado viejo verde que amaba a su bella y pequeña entenada. Leía con los ojos y en realidad con buena parte de mi ser. Digo buena parte y no todo mi ser porque reservaba el sentido del oído para campanear la súbita presencia de mi madre, a quien jamás se le quitó la costumbre de sorprender a quien fuera con su mirada inquisidora. La escuchaba en sordina y todavía sonrío al recordar cómo rezaba el rosario mientras escuchaba la radionovela cubana “El precio de un pecado”: “Dios te salve María llena eres de gracia (no puede ser, qué canalla este Albertico) el Señor es contigo bendita tú eres (ay, esta Minín Bufones) entre todas las mujeres (Jesús María, estas mujeres)...” De pronto, entre misterio y misterio llamaba: “¿Ramón?” “¿Sí, mami?” “¿Qué estás haciendo?” “Estudiando, mami”. “Ah...” Por precaución urdí la costumbre de cubrir el libro de “Lolita” con mi policopiado de Geografía. La práctica de esta lectura clandestina desarrolló en mí una nueva destreza: la de cerrar de golpe el libro y luego volver al lugar exacto en que había dejado la lectura, porque memorizaba cada número de página. Creo que hasta hoy no necesito dejar señales en mis libros gracias a las defensas que urdí contra los métodos policíacos de mi buena madre.

“Lolita” fue para mí un incendio en un campo pajoso. La de pajas que le debo al ilustre maestro ruso. Vi dos versiones de la película. La primera me llegó temprano y todavía recuerdo a la bellísima y sensual Sue Lyon; la segunda me decepcionó; pero ambas me convirtieron en inmunodeficiente frente a una mujer-niña. Son mi debilidad. Aunque me digan viejo verde, que no es lo mismo que caballero ecologista. Dejad que las niñas vengan a mí, mejor si ya son mujeres.

A esta revista le falta erotismo. Erotismo franco. Quizá una buena sección sería el recuento de esas páginas marcadas, algunas de ellas manchadas con humores lejanos, que abundan en toda biblioteca de adolescente. Creo que sería un homenaje justiciero al Pato Donald y a sus secretos atributos que incendiaron la cola de la Pata Daisy.

La vida en bicicleta



La vida en bicicleta

Hace décadas que mantengo una relación conyugal con mi bicicleta; quizá por eso cuando otro la monta le hallo guiños, gemidos y meneos desconocidos que, naturalmente, despiertan mis celos. Y entonces entiendo a don Juan Gutiérrez, viejo portero del diario donde trabajé hace 20 años, que respondía con una frase olímpica a los prestamistas de bicicletas: “Cosas de montar, no se prestan.” Ni Horacio, en la cumbre del verso latino, lo hubiera dicho mejor ni con menos palabras.

Hasta aquí se vislumbra ya un conflicto: amo a mi bicicleta, pero tengo aversión por los ciclistas de prestado, que no son capaces de mantener la suya y andan prestándose o robándose la ajena. ¿Con qué hígado se puede prestar una criatura esbelta, de huesos huecos, como las aves, que se desliza a centímetros del piso sobre dos halos de aire? Tanto peor concepto tengo de los fletadores, que son macrós, cafishios, alcahuetes de este vehículo tan noble y volátil que, como las musas y las gracias, es de género femenino.

Los detesto en la misma medida en que ellos me detestan; pero lo peor es que a ratos siento la aprensión de que se han confabulado contra mí al punto de organizarse en un gremio que tiene desde señoritos a humildes albañiles. Percibí sus asechanzas el año 85, cuando adquirí una bicicleta deliciosamente flaca, con una elegante cornamenta de cordero divino que coronaba su estructura de avispa montada sobre dos delgadas ruedas. Era una de las primeras bicicletas chinas de carrera que relevaban la guardia de la sólida brigada inglesa que hizo las delicias de nuestros abuelos y padres. La montaba de la mañana a la noche y como una yegua amorosamente domada reaccionaba a mi peso con una velocidad constante y silenciosa, de cara al viento y apuntando la nariz como una proa de una nave de picaflores. Para no desentonar con su elegancia, me enfundaba en un buzo costoso y unas zapatillas de color. Así vestido ascendía el ligero repechón que hay en la carretera a Sacaba, del puente Siles adelante, cuando de pronto aparece a mi lado un albañil huesudo, con lamparones de yeso y coronado con una calatrava hecha con una bolsa de cemento. Montaba, erguido como un Quijote, una vieja bici maltrecha, con dos espigas por pedales, gomas llenas de mataduras, aros descentrados y casi desguarnecidos de radios; y sin embargo picó y en dos quínolas me sacó cien, doscientos metros.

Me resistí a creer que se trataba de una conjura, pero a la mañana siguiente, ya con el buzo sin etiquetas y los zapatos de color amoldados a mis pies, volví a la carga dispuesto a llegar a Chiñata sin relevos. No había avanzado un par de kilómetros cuando vi clarito que me esperaban en el cruce a Quintanilla y delegaban la misión secreta a un ciclista rengo, pequeño como un mono ciciro y encaramado en una bicicleta Caloi con asiento banana. Para mí que calcularon el contraste con el objetivo de redoblar la afrenta, porque el monicaco me empató, guiñó un ojo bizco y comenzó a sacarme irremediable ventaja. Y eso que mi bici tenía 14 velocidades mientras su pequeña bestia andaba sólo a la fuerza que daban sus pies.

¿Conocen ustedes al gran pintor Ricardo Pérez Alcalá? Él no me ha de dejar mentir porque conoce el alma y el esqueleto íntimo de las bicicletas, a juzgar por ese maravilloso lienzo recubierto con una fina capa de estuco que pintó con un motivo para mí familiar: es un páramo, digamos el altiplano, y en él corre una bicicleta que en realidad es un esqueleto de cabra, los cuernos por manubrio. Si le preguntan a Ricardo, les dirá que se inspiró en un episodio que lo sufrí y del cual fue testigo. Resulta que salía yo por enésima vez a la carretera, a esas alturas lleno de aprensión por el acoso de mis rivales, cuando se reprodujo la maniobra consabida: desde un recodo fue enviado a mi presencia un ser por demás extraño sobre una bicicleta espectral que parecía extraída del Purgatorio. ¡El tipo no tenía piernas, pedaleaba con las manos y sostenía el manubrio con los dientes! Como es de suponer, no sólo alineó a mi costado durante breves segundos, sino que me rebasó cumplidamente. Lo peor es que se dio el lujo de soltar el manubrio que mordía con toda la dentadura para volver la cabeza ¡y reírse en mi cara!

El asunto llegó a mayores cuando un gañán aprovechó que me paré a tomar un refresco para arrebatarme la bici y conducirla a una velocidad vertiginosa, de ida y de vuelta porque su intención no era robármela sino demostrarme que él sabía montarla mejor que yo. De rabia tomé un taxi y me privé del placer de manejarla durante un buen tiempo, reproduciendo mentalmente los gemidos desaforados que le escuché mientras la montaba otro.

Estos episodios se repetían con una regularidad demoníaca, como círculos infernales, hasta que una vez se me dio sorprender a un albaco en la bajadita del retorno de Chiñata. Lo vi y de inmediato piqué confiando en la esbeltez de mi bicicleta para hacerle morder el polvo de la derrota, cosa que conseguí pasando por su costado como un ave rapaz o una flecha ligera. Le saqué fácilmente trescientos metros, pero me tentó verle la cara y aflojé el pedaleo para esperarlo. Volví la cabeza y comprobé que pedaleaba trabajosamente para alcanzarme. Lo logró al fin y entonces medí la cruda dimensión de mi victoria cuando me preguntó: “Amigo, ¿conoce un hospital cerca?” Era un moribundo que tenía de un lado un frasco de suero glucosado y del otro medio litro de sangre que le goteaba en las venas. Como ustedes podrán suponer, a cien metros nos esperaba una murga que comenzó a reír a mandíbula batiente de mi pírrica victoria, mientras el moribundo trucho se quitaba los aparejos y saltaba ágilmente para unirse al coro riente.

La decepción fue tan grande que tuve que refugiarme en la noche, como un ciclista furtivo que buscara las calles más solitarias y oscuras y la complicidad de la luna y las estrellas. Pero uno nunca sabe dónde habita la poesía, pues resulta que en esos trances tenía que recoger un espejo de un metro de largo por unos setenta centímetros de ancho que apoyé sobre el manubrio decidido a manejar con extremo cuidado. Tomé una vereda tranquila de la avenida Chapare, flanqueada por eucaliptos añosos que me cubrían de miradas indiscretas. Y entonces se produjo el milagro: apenas bajé los ojos al espejo vi el cielo estrellado y las copas de los árboles. Entre ellas apareció la luna y tuve que torcer el manubrio para no pisarla, porque paseaba por una vereda celeste poblada de un pedrusco de astros y asteroides. Me incliné aun más en busca de mi rostro y entonces me vi como una criatura en vuelo o si quieren un superhéroe que volaba sonriente en el espacio sideral.

Esta visión beatífica me reconcilió con la vida y con la bicicleta. Desde entonces rehúyo las competencias diurnas y prefiero montar a solas y de noche, atento a los gemidos de mi dulce compañera, munido de un espejo que me devuelve el mapa del cielo y mi expresión beatíficamente satisfecha.

En el último corso de corsos me robaron mi bicicleta, pero sospecho que en realidad se escapó cansada de que la monte un gordo. Por ahí debe andar, con algún jovencito leve que la monta a su regalado gusto.

Los pájaros meones




Los pájaros meones

--¿Cuál es el ave que se hace pis en las placas de los autos?
--El pájaro mea placas.
--¿Y el que se hace pis en las sogas?
-- El pájaro mea cuerdas.
--¿Y el qu le casca en la neblina?
--El pájaro mea brumas.
--¿Y el que se hace pis en los estandartes?
--El pájaro mea banderas.
--¿Y en las liquidaciones?
--El pájaro mea baratas.
--¿Y en los botes?
--El pájaro mea barcas.
--¿Y el que se hace en las embarcaciones?
--El pájaro mea barquillas.
--¿Y el que se hace en los palos de béisbol?
--El pájaro mea bates.
--¿Y el que moja las uñas de los leones?
--El pájaro mea garras.
--¿Y el que moja cosas blandas?
--El pájaro mea blandas.
--¿Y el que empapa las boguitas?
--El pájaro mea bogas.
--¿Y el que se hace en la dentadura del prójimo?
--El pájaro mea muelas.
--¿Y el que moja garrotes?
--El pájaro mea trancas.
--¿Y el que prefiere a los Borda?
--El pájaro mea bordas.
--¿Y el que se hace en las ovejitas?
--El pájaro mea borregas.
--¿Y en los carbones encendidos?
--El pájaro mea brasas.
--¿Y el que se hace en las peleas?
--El pájaro mea brigas.
--¿Y el que moja las brochas de afeitar?
--El pájaro mea brochas.
--¿Y el que no respeta los gestos de cariño?
--El pájaro mea caricias.
--¿Y el que se hace en las almendras?
--El pájaro mea castañas.
--¿Y el que no aguanta a las mujeres que hablan mucho?
--El pájaro mea catarras.
--¿Y el que moja los charques?
--El pájaro mea cecinas.
--¿Y el que apaga las velas?
--El pájaro mea ceras.
--¿Y el que moja las paredes?
--El pájaro mea cercas.
--¿Y el que moja los huevos?
--El pájaro mea claras.
--¿Y el que no respeta a las mujeres miedosas?
--El pájaro mea cobardas.

Los pájaros incendiarios

--¿Cuál es el pájaro que incendia los maizales?
--El pájaro quema maíz.
--¿Y el que prende fuego a ciertos temas?
--El pájaro que matemáticas.

LAS PALABRAS




LAS PALABRAS

Uno está sereno, fumando un pucho, y de pronto sístole, cuadrúpedo, analectas, insípido. El pucho ya en el cenicero y por la ventana trocar Trocadero anapestos trocaico se deciden.

Uno escucha el tango “Uno” y entonces cañafístola, Irpavi, Pitiantuta, comodoro, Piribebuy. La aguja raspa el disco y la voz nasal del argentino deglute, corcovea, periclita, hisopea judíos de Idumea.

No hay remedio contra las palabras. Abro las puertas y carrascosa, puñeta, pateadura, policlínico. La cierro desesperado y alondra, chochamu, paracleto, vencejo.

Peor si tomas, digamos, un San Mateo: sinergia, rabadilla, pancarta y Estocolmo. O si pides maní salado con pasas: pupitre, mandrágora, humectante y Alicante.

Los domingos pasean como ramilletes las preferidas: alelí, visir, iris y damasco. Claro que seguidas por coturno, plafagonio, ptolemaico y pútrido. Cuando no por las jubiladas guirnalda, florilegio, tisú y organdí.

Ah, las pícaras: culicagado, patidifuso, fifí y cogitabundo. Y las saudosas: ayer, bolero, beso, gardenia.

Ah, las modositas: congratulación, plácemes, servidor, museñormío.

Muy señor mío: Olirondo Giverio.

Desventuras ciclísticas



Desventuras ciclísticas

Ayer comprobé, muy compungido, que me habían robado el cerebro de mi bicicleta. A otros les roban el cerebro de su Mitsubishi, pero a mí, modestamente, el de mi heroica bici.

Ya mostró síntomas y la llevé a mi bicicletero de cabecera. La examinó y dio un suspiro. “Pobre bicha, me dijo, un día se va a infartar de sostener tanto peso”. En efecto, sus pernos se habían aflojado y sonaba como alma arrastrando cadenas.

Ordené para ella un mantenimiento completo, que me salió la friolera de treinta y cinco pesitos, pero de inmediato pensé que no debe ser mucho porque con ese importe pagaría sólo diez litros de gasolina, que no alcanzan para una subida a Corani, por no decir al cerro de San Pedro o a la Coronilla.

Sin embargo, me consuela saber que la bici usa en realidad un combustible muy caro, pues para montarla y pedalearla mi cuerpo exige un suculento desayuno, unas salteñas a media mañana, cuando no una silica o un ají de cojopollo, ítems que sumados dan bastante más que diez litros de gasolina. Sin contar el ítem mayor: la cervecita fría o la vicola, vino con Coca Cola que en Madrid le llaman calimocho, tal como me cuenta mi hija que emigró en pos de su futuro.

Cuando era chico, los papás exhibían orgullosos sus bicicletas inglesas. Usaban unas pinzas de metal para proteger el doblez del pantalón de casimir de la grasa de la cadena y no era raro verlos montar con traje y corbata. No olvido a mi profesor, don Benedicto Fernández, cuya costumbre sostenida durante 49 años fue colgar el maletín en la barra de su bicicleta, gesto muy de la época. Y digo 49 porque algún superior impenitente lo obligó a jubilarse, como si le costara contratarlo un añito más para que cumpla sus bodas de oro.

Una vez más voy a recordar a don Juan Casas, viejo trabajador de un matutino local, cuyo orgullo radicaba en su bicicleta Raleigh inglesa que tenía casi tantos años como él. Con Carlitos Heredia le pedíamos una vueltita y nos contestaba, socarrón: “Cosas de montar, no se prestan”.

Las visitas de La Paz solían quejarse de transitar por una ciudad llena de ciclistas; les molestaba ver esas gráciles criaturas ecológicas que te suspenden sobre dos círculos de aire y te dan la sensación de volar. Los ciclistas tenían preferencia y los automovilistas manejaban con precaución para evitarles el mínimo roce.

Pero los tiempos han cambiado: ahora los ciclistas somos tildados de loosers, como si la prosperidad dependiera del coche que ostentes. Bicicletas hay de muchas marcas y algunas de ellas son muy sofisticadas; el problema es manejarlas en una selva de motorizados, un deporte más peligroso que hacerle cosquillas a un león hambriento.

Quizá por eso el hábito de montar mi amada bicicleta se ha convertido en un gusto mañanero, un rito de madrugada porque ya a las siete las calles y avenidas se llenan de gases en combustión y entonces no sólo pones en riesgo tu vida sino también tu reputación: te ven en bici y conjeturan una jubilación pobre, una quiebra fraudulenta o un desempleo crónico, unos con pena sincera, otros con secreto regocijo.

Jenny Marx cuando copió El Capital

Jenny Marx



Venturas y desventuras de Jenny Marx
cuando copió El Capital

Jenny von Westphalen se asomó a la puerta entreabierta y vio al gordo tumbado en el piso y usando la pluma metálica para escribir y tachar y rasgar y volver a escribir sopando la cucharita en el tintero y derramando la tinta en la vieja alfombra que a Jenny le provocaba crisis de asma, seguramente por el hollín de Londres que se posaba imperceptiblemente en ese tejido burdo que el gordo había comprado por unos cuantos chelines.

Le decía el gordo pero su amor, es más, su devoción por él era indeclinable. Lo amaba así, distraído, irresponsable, pobre, obseso y con las nalgas llenas de forúnculos, que le obligaban a echarse en el piso para escribir, pues no aguantaba estar sentado. Durante el día se refugiaba en la Biblioteca de Londres y leía de pie, de sol a sol, mientras tomaba apuntes; y luego, por la noche, tras devorar la sopa de coles que no tenía ningún artificio, pues el dinero no alcanzaba para eso (para casi nada), el gordo abría ese manuscrito desordenado y repleto de anotaciones y cálculos al margen cuya primera hoja decía: Karl Marx. Das Kapital.

Se conocían desde niños y habían decidido casarse cuando él era estudiante de Filosofía, pero tuvieron que esperar la muerte de los padres de Jenny para unirse incluso contra la voluntad nada menos que del ministro del Interior prusiano, hermano de Jenny. Por entonces la vida les sonreía. Karl era director de los Anales franco-alemanes, y gozaban de cierta bonanza económica, por supuesto eventual, porque se desató la persecución contra Karl, la censura y confiscación constantes de la publicación y el exilio.
Jenny miraba al gordo e instintivamente se acariciaba el vientre: habían tenido seis hijos y perdido a tres: Guido, de convulsiones, Francisca, de bronquitis y Edgar, de tuberculosis. Todos de hambre, de falta de calefacción y de vivienda.
Helene Demouth vivía con ellos. Había ido al mercado a estirar unos chelines para ver cómo conseguía un poco de leche para los niños, y quizá unos pesos demás. Si Jenny desfallecía, allí estaba Helene para cuidar a Karl. Cuando Helen se embarazó y no se conocía la identidad del padre, las malas lenguas señalaron a Karl; pero llegó Federico de urgencia y reconoció al niño. No abundó en detalles, sólo insinuó con discreción que, en alguna de sus visitas, mientras corría a la imprenta junto a Helene, llevando los originales que acababa de copiar Jenny, había cedido a la tentación pero no le costaba darle su apellido al niño.
Federico Engels vivía en Liverpool y jamás olvidaba enviar la remesa mensual que Jenny estiraba como podía; pero antes tenía que sortear la conspiración de Karl, porque el día de recepción de la remesa se anunciaba invariablemente con nubes negras que eran presagio de tormenta. Karl iba al banco, cobraba la remesa y compraba tabaco para él, golosinas para los pequeños y algún regalo más ingenioso que caro para Jenny, hurtando preciosos chelines al presupuesto familiar. Su humor era cíclico pero nunca montaba en cólera: se ponía de muy buen humor cuando recibía la remesa y luego se hundía en un silencio caviloso e indiferente que giraba alrededor de sus lecturas y de la obra que escribía. Cuántas noches Jenny lo obligaba a descansar y a desnudar, como un niño, las nalgas para desinfectar sus forúnculos con violeta genciana, que no le hacía el menor efecto, pues se reproducían como hongos. Pero Karl no se quejaba, no parecía sentir dolor ni picor alguno. Tan enfrascado vivía con sus cálculos que hablaba solo (“20 varas de lienzo = 1 levita”) y a ratos interpretaba el lugar de un sastre y el de un vendedor de géneros y el de un agricultor que cultivaba trigo. Y en ese papel rotativo hacía transacciones que luego se convertían en fórmulas, y todo parecía reducirse a una palabra que repetía como el Padre Nuestro: la palabra plusvalía.

Cuando la descubrió, bailó como un adolescente y obligó a los pequeños a hacer una ronda que acabó integrando a Jenny. Una noche la tomó de los hombros, la llevó a la estancia donde trabajaba, tomó una silla y le explicó:

--Una silla es eso, una cosa, un objeto cualquiera; pero apenas se convierte en mercancía se vuelve físicamente metafísica. Se pone a bailar sobre una pata y no hay quién pueda controlarla –y bailaba como si la silla fuera su pareja.

En otra ocasión, ingresó al dormitorio para leerle el remate de un capítulo que entonó con voz grave:

--Y allí va el burgués, orondo y satisfecho, sabiendo cuál es el poder de su dinero; y detrás va el obrero, cabizbajo y triste, sabiendo lo que le espera al que vende su pelleja: ¡que se la curtan!

Karl se concedía un solo antojo: el tabaco. Fumaba como una chimenea de Manchester y admitía, socarrón, las críticas de Federico. Cierta noche que su gran amigo le había prevenido quizá con excesiva dureza sobre los riesgos que venían del uso del tabaco, Karl salió con un cálculo económico inconcebible:

--Hace un par de semanas que estoy juntando un tremendo capital, chelín sobre chelín. Se me ocurrió la última vez que compré tabaco turco, que, la verdad, me salía muy caro. Poco después encontré otro estanquillo donde me daban tabaco picado y negro, es cierto que más ordinario pero yo diría que aceptable. Lo bueno es que al comprarlo ahorro cada vez medio chelín. ¿Te das cuenta? A medio chelín por día…bueno, sin exagerar, a chelín y medio por semana, en un mes ahorraré 6 chelines; en 12 meses, 72 chelines; en 10 años: 720 chelines, es decir, 300 libras. ¿Te das cuenta? ¡Estás hablando con un futuro millonario!

Federico tomó sombrero, paraguas y abrigo y se dirigió de inmediato a la puerta.

--Que quemes tu vida por estudiar la plusvalía, lo entiendo. Pero que quemes tus pulmones por 300 libras…

Karl concluyó por fin el primer tomo y una tarde llegó con papel y tinta que había comprado con algunos chelines cisados de los gastos de mesa. Aquel mes sería de hambre y crujir de dientes, pero Jenny se alistó con resignación a copiar ese primer tomo que le demandaría casi todas sus horas, de sol a sol y aun de noche, mientras hubiera dinero para comprar bujías. Karl le pedía una y otra copia; le exigía que fuera cuidadosa con las fórmulas, que no equivocara una sola frase, que escribiera con letra elegante, que fuera correcta. Y Jenny encorvaba la espalda y aun se dormía con el cansado rostro posado en el escritorio, sobre esas frases que contaban el drama de los obreros en tiempos de la reina Victoria.

¡Cómo costaba el papel! ¡Y la tinta! Había que ser muy cuidadoso para no equivocarse y desechar una sola hoja.

BOBA



BOBA

La conocí en un taller. Me dijo que se llamaba Boba. Así. No Beba, sino Boba. Siempre le habían dicho eso desde niña y tenía como 25 años muy bien distribuidos en un cuerpo largo y sin excesos.

“Todos me dicen Boba, porque no entiendo un carajo de nada. Te escucho en el taller y no capto nada. ¿Entendés ahora por qué te digo?”

Comprendí que tenía ascendencia argentina y callé. ¿Qué podía decirle? Que yo tampoco sabía un carajo qué enseñar. Que cada noche era un tormento para mí, excepto cuando se me soltaba la lengua y hablaba de mis experiencias. Entonces la veía y Boba disfrutaba de lo que decía.

Quizá por eso terminamos acostándonos. Yo no soy un campeón. Quizá nunca hice bien el amor. Pero Boba da placer, no tiene conciencia de recibirlo. O quizá, pero no lo festeja. Se arrimó a mí, cariñosa, y me susurró al oído: “¿Ahora entendés por qué me dicen Boba? Porque quizá no hay nadie en el mundo más gordo y más feo que tú, y sin embargo te disfruto”.

Al día siguiente, en el taller, no me sentí natural. Visiblemente hablaba huevadas y ellos escuchaban visiones. Boba me reprochaba con el gesto la impostura, y cuando nos quedamos a solas se quejó de que no fuera tan espontáneo como al principio. “Yo seré una boba pero vos sos un tarado. ¿Entendés? , resumió. En tus primeras clases sentí que me hablaba un hombre ingenuo, casi un cojudo, pero que tenía oficio. Te amé de inmediato y calculé cómo podía acostarme con esa masa de años y kilos. Tu hijo, el dueño del restaurante, me alivió la decisión, porque es muy lindo. Quizá fuiste así cuando joven, o quizá no, porque gente como tú siempre fueron feos. Pero igual me animé y me hice la encontradiza.”

Es verdad. Yo salía azorado de uno de los talleres, convencido de no haber enseñado nada y del desengaño manifiesto de la mayoría de mis alumnos, cuando Boba me esperaba, y yo, en la confusión, me despedí de ella. Pero Boba me dijo: “¿No se le secó la garganta? Quizá yo tenga un vintén en el bolsillo para invitarle un trago”.

Yo no pago en el Restaurante de mi hijo. Cuando se inició, quise ayudarlo llevándole gente con el pretexto de los talleres. Jamás pensé que fueran nada serio. Al contrario, siempre los consideré una impostura. Tuve alumnos de todas las edades: viejos que me admiraban, y yo no sabía por qué; jóvenes que me habían leído en el colegio; gente que sabía muy bien lo que hacía y no necesitaba ningún taller. En fin: jóvenes que aumentaban mi desasosiego y mi sensación de impostura. Pero de pronto conocí una mujer bella que se quedó a esperarme al final de un taller y me dijo que se llamaba Boba. Boba, no Beba. Y ahí comencé a entender qué putas pretendía yo enseñando en el taller.

Boba me dijo, después de que yo le hiciera, mal, el amor, que se había inscrito en mi taller por pura curiosidad, y que estaba desilusionada, y al mismo tiempo encantada. Yo no le había definido el destino; el taller no la había orientado. Hacía una carrera; quizá se inscribiría nomás en Ingeniería de Alimentos, como querían sus padres, pero no sabía por qué putas asistía a mis talleres. Tampoco le costaban mucho, pues cobro cien bolivianos por mes, es decir, nada, ni tanto que los haga pobres ni tanto que me haga rico.

Cada vez que la miraba entre los talleristas, me sentía captado por ella. A medida que transcurría la clase, sentía que me dirigía sólo a ella. Descuidaba al resto, pero me importaba un comino. Al final, no ganaba mucho y me había acostumbrado a ser pobre. Pero sólo me dirigía a ella.

Me lo dijo una vez que acabamos en la cama. Que me dirigiera a todos y no sólo a ella. Que la gente se daba cuenta de nuestra atracción. Que no valía la pena sentirse enamorado de una mujer que se llamaba Boba.

La comí a besos. La verdad, era exquisita. Pocas veces, quizá nunca, conocí a una mujer tan deliciosa como Boba.

Recuerdo que la torturé para que me mostrara sus trabajos. Le exigí de todas las formas posibles. Pero nunca me aflojó ni una sola hoja. En puridad, yo diría que tal vez era analfabeta, que nunca, en su puta vida, había escrito una letra. Pero durante una siesta que compartimos, me dijo algo que sólo podría decirlo alguien distinto a mí, un poeta. Me dijo:

“Los pájaros no escriben. Los árboles no escriben. El viento no escribe”.

FIN

martes, 28 de abril de 2009

La oficina más KITSCH del mundo

Manifiesto Kitsch

Manifiesto Kitsch

La alegría de vivir es kitsch. La fiesta popular es kitsch. Los colores vivos son kitsch. Los íconos más repetidos son kitsch. Un pique macho es kitsch. La fiesta con mariachis es kitsch. Los Budas y los gatos japoneses que llaman a la prosperidad son kitsch. El rosado es un color kitsch. El celeste es kitsch. El dorado y el plateado son kitsch. Las joyas de fantasía son kitsch. La Virgencita en todas sus advocaciones es kitsch. Los santos son kitsch. La mixtura y la serpentina son kitsch. La llajua es kitsch. El relleno de papa es kitsch. Las salsas que acompañan una tucumana son kitsch. Comer con la mano es kitsch. Comer choclo, mote o chicharrón con cubiertos es kitsch. El vals de quince años es kitsch. Los trajes de novia son kitsch. Las óperas se toleran si uno las considera manifestaciones del kitsch. Los ramilletes musicales son kitsch. Las salutaciones de cumpleaños son kitsch. Las tarjetas de felicitación musicales son kitsch. Las flores y adornos de plástico son kitsch. Amandititita es rekitsch. Sandro era superkitsch. Lo romántico popular es kitsch. El brindis del bohemio es un poema kitsch. Los motivos del lobo es otro poema kitsch. Los himnos son kitsch. Las bandas de guerra son kitsch. Los desfiles son kitsch. Las entradas son kitsch. Subir al Cristo en teleférico es kitsch. Un domingo con pasankallas es kitsch. Visitar el Parque Vial es kitsch. El Día de la Madre es una fiesta rekitsch. Las serenatas son kitsch. Cantar Pero sigo siendo el rey es nacokitsch. Cantar Y volver es renaco y rekitsch. Lo chojcho es kitsch. Lo birlocho es kitsch. Lo cholo es kitsch. Lo huachafo es kitsch. La putachanka es chojchokitsch. El trancapecho es hiperkitsch. Las Alasitas son microkitsch. Los bordados son kitsch. Las máscaras folklóricas son kitsch. El pasito tún tún es kitsch. Orejitas orejitas, cinturita cinturita es un regocijo kitsch. La torta de novia es kitsch. Lanzar el bouquet es kitsch. Morder el portaligas de la novia es rekitsch. Los partes de matrimonio son kitsch. Las colitas son ultrakitsch. Las t’ipadas son popkitsch. Dedicar canciones por radio es kitsch. Participar en concursos de la TV es kitsch. Leer a Paulo Coehlo es kitsch. Buscar libros de autoayuda o metafísica es kitsch. Los refranes son kitsch. Las guaripoleras, rekitsch. Recitar un poema es kitsch. Comprar libros, DVDs, discos piratas es kitsch. Ver DVDs tres equis es kitsch. Los peinados son kitsch. Pintarse florcitas en las uñas es kitsch. Los plásticos son kitsch. Las copas de campeonato de imitación metal son kitsch. Los peluches son kitsch. Los CDs con imágenes religiosas son kitsch. Las calcomanías de los micros son kitsch. Los colores eléctricos son kitsch. Teñirse el pelo es kitsch. Hacerse rayitos, hiperkitsch. El horror al vacío es kitsch. La acumulación de adornos es kitsch. Los actos de graduación son kitsch. Los discursos son ultrakitsch. Los evocatorios de los discursos, superkitsch. Las horas cívicas son kitsch. La crema chantilly es kitsch. Las piñatas son kitsch. La mordida de la torta es kitsch. Leer al Ojo de Vidrio es irredimiblemente kitsch.
Si amo todo lo kitsch, si todo lo kitsch me gusta, ¡Que viva lo kitsch!