martes, 29 de julio de 2008

Teoría marxista de la buena mesa

Carlos Marx en una cuchara

Teoría marxista de la buena mesa

Uno tiene sentimientos, gustos y preferencias; son tan personales que el sentido común ha acuñado un refrán sobre ellos: Contra gustos, no hay disputas. Cada sabe lo que hace y muy su gusto. Por eso cada individuo tiene sus pantuflas favoritas que no las cambia por otras, sin importarle lo que valgan en el mercado.

El mercado, en cambio, es un escenario frío y crudo, un escenario sin alma donde reina la más abstracta de las cosas: el dinero. Antes el dinero era oro físico, plata física, granos de cacao, diamantes y perlas; ahora es un simple papel en el cual uno confía.

Tenemos, pues, dos escenarios: el de nuestros gustos y el del mercado. Recuerdo ahora una precisión de Marx (El Capital, Tomo I, traducido por Wenceslao Roces y adaptado por el Ojo; otras versiones no sirven) cuando dice: Y allá va el burgués, orondo y satisfecho, sabiendo lo que puede comprar con su dinero: unos suculentos bifes; y detrás va el obrero, caviloso y taciturno, sabiendo lo que le espera a quien vende su pelleja: que se la curtan, porque los centavos que exhibe no le alcanzarán ni para un api con pan duro.

El burgués y el obrero aparecieron en escena frente a una necesidad cotidiana: el hambre, y un remedio para satisfacerla: la comida. El burgués buscará un bife a su antojo y cuando lo coma, no pensará en el precio de cada ingrediente sino en el sabor de conjunto; el obrero buscará un api en oferta y cuando lo beba se dirá que al menos está cargando energías. Ambos se han enfrentado al valor de uso por excelencia: la comida.

Es posible que el rico que invierte en comprar un restaurante haga cálculos sobre sus ganancias, pero el cocinero de oficio, a quien por supuesto le inquieta el monto de sus ganancias, pensará más bien en la combinación justa de valores de uso para producir un valor de uso superior: el filete a la Termidor, el bife Tournedos o la chanka de conejo.

El hombre que come aprecia las cosas que le sirven por su sabor y su textura, por la combinación de ingredientes, por la nube de placer que cruza el cielo de su paladar. Aunque le haya costado caro, por un momento suspende el juicio mercantil y se sumerge en esos devoradores de valores de uso que son los sentidos, porque las mercancías son cosa de la razón, no de los sentidos.

Así pues, el artista de la cocina y el gourmet se articulan por un mecanismo que no es el dinero abstracto ni el cálculo racional del mercado, sino la pulsión cálida y perfumada del bife término medio o el arroz sueltito o la salsa sutil o la pasta al dente o la mermelada en su punto.

Retorna Marx a escena con otra precisión que proviene de su estudio sobre el fetichismo de la mercancía. (El Capital, Tomo I, traducción de Wenceslao Roces ajustada por el Ojo; abstenerse de consultar otras): Un filete es un corte de carne; unas cebollas, unas papas, un diente de ajo, unos pimentones, un par de locotos, un chorro de aceite, una copa de vino son apenas eso. Pero juntos en una sartén honda y al calor del fuego se vuelven físicamente metafísicos, se alzan sobre sus invisibles pies y danzan la mazurca de la buena mesa.

Primera lección.

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