jueves, 30 de abril de 2009

Un hombre que volaba sobre Cliza



Un hombre que volaba sobre Cliza

La memoria que guardo de mi padre está ligada a la vida cuartelera. Cuando el viejo era muy joven, el abuelo José lo extirpó de las orillas de un piano y lo mandó al cuartel para preservar la estirpe militar de la familia que, hasta entonces, había provisto de carne de cañón calificada a dos guerras, además de un ingeniero de uniforme francés que construyó la Catedral de La Paz por encargo de Aniceto Arce.
De ese modo, mi padre y sus dos hermanos fueron militares de carrera; los tres concurrieron a la Guerra del Chaco para completar el sino guerrero de la familia, y aunque el viejo era discípulo de Hans Kundt, tres años en el frente de batalla lo dejaron mustio y contrito, al extremo de dejar la carrera familiar y convertirse, años después, en bacteriólogo y boticario asimilado al Ejército.
Una de las memoria más antiguas de mi padre tiene como escenario el cuartel de la Región Militar, en la calle Uruguay, a una cuadra de la esquina donde yo nací. Mi primer peluquero fue un señor Maldonado, hermano del célebre Manuel, mozo en la edad heroica del Bar Comercio. Las tribulaciones de Maldonado en los días de conscripción, determinaron que yo no conociera otro corte que el dibujo de una lata de sardina, pinchoso como rye grass, sobre la frente, con los parietales de sus víctimas rapados a cero. De igual modo, los dentistas Parrilla y De la Zerda usaban un torno a pedal cuyas trepidaciones todavía resuenan en la memoria de mis maltrechas y humeantes mandíbulas. Allí se divertía el viejo compartiendo coctelitos de ácido cítrico servidos en tubos de ensayo, con sus respectivos hielos, un lujo proveniente del refrigerador que tronaba como si tuviera motor Hurricane. Rudón, Zuleta, Cladera y Adriázola eran los apellidos que más se escuchaban en la farmacia del viejo.
Con semejante influencia familiar, no sé cómo pude hurtarme de los cuarteles y desengañar a mi padre que me tenía lista una beca a Saint Cyr, siempre que me alistara en el Colegio Militar. No entiendo qué pudo borrar en mí la información genética de tres generaciones, pero sospecho que algo contribuyó a ello el episodio que me tocó vivir en el ominoso cuartel del Regimiento Ustáriz.
Tendría yo nueve años cuando el viejo decidió llevarme de vacaciones a Cliza, a un viejo cuartel con épicos torreones y portón herméticamente abierto, porque era el bravo tiempo de la Ch'ampa Guerra –guerra entre campesinos oficialistas y opositores--, y el Regimiento Ustáriz, al mando del temible Zacarías Plaza, cumplía las funciones de quintacolumna en territorio de Miguel Veizaga, enemigo del gobierno.
Zacarías no era militar de academia. La revolución del 52 lo promovió a capitán desde su viejo oficio de miliciano. Era un hombre duro; años después se distinguiría como represor en la Masacre de San Juan; dejó al morir un recuerdo imborrable: una maleta con sus restos descuartizados por una mano vengadora. Sin embargo, lo recuerdo muy cariñoso y gentil, una mañana en que mi padre había conseguido leche endulzada hasta la diabetes, en cuyas dudosas aguas flotaban cadáveres... de hormigas.
Debí suponer entonces el destino de Zacarías, pero ya tenía suficientes tribulaciones con el rancho de tropa, tan opuesto a la bendita comida de casa que en mi estulticia me daba el lujo de rechazar. No guardo recuerdos gratos de esa vacación. Ya desesperaba de soportar la vida cuartelera todo el verano cuando un acontecimiento imprevisto me devolvió a los cuidados de mi madre.
Resulta que una noche, asomado a la ventana de la cuadra, vi cómo la puerta del cuartel engullía la silueta escoltada de un campesino. Adentro lo esperaban dos escuadras de soldados; le hicieron el callejón de la amargura; lo golpearon con los morrales llenos de piedras.
Muy de mañana, un centinela llamó a mi padre para que certificara la muerte del campesino. Lo acompañé, arrebujado en uno de sus capotes, y a la luz de una vela que aclaraba los rasgos del difunto, como si un soplo de misericordia restañara sus heridas, vi cómo abría los ojos, se levantaba y volaba, muy tranquilo, como si caminara en el aire. Así ganó uno de los torreones, y luego el otro; sobrevoló el cuartel, de tejado en tejado, y a la hora de la revista, se divirtió a morir remedando los ritos castrenses a un par de metros por encima de las cabezas de los soldados.
De ello pueden dar testimonio los conscriptos de entonces, que han mantenido la tradición oral de este relato. Ellos cuentan que un buen día, el curandero del pueblo leyó en hojas de coca el destino del hombre que volaba, y en lo alto del torreón del cuartel le previno que se cuidara de que alguien escribiera esta historia, porque ahí mismo se rompería el encanto.
Así ha estado volando todo este tiempo, hasta que tú, frívolo lector, por tu impía curiosidad, acabas de romper, quizá para siempre, el encanto del hombre que volaba sobre Cliza.

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