jueves, 30 de abril de 2009

Desventuras ciclísticas



Desventuras ciclísticas

Ayer comprobé, muy compungido, que me habían robado el cerebro de mi bicicleta. A otros les roban el cerebro de su Mitsubishi, pero a mí, modestamente, el de mi heroica bici.

Ya mostró síntomas y la llevé a mi bicicletero de cabecera. La examinó y dio un suspiro. “Pobre bicha, me dijo, un día se va a infartar de sostener tanto peso”. En efecto, sus pernos se habían aflojado y sonaba como alma arrastrando cadenas.

Ordené para ella un mantenimiento completo, que me salió la friolera de treinta y cinco pesitos, pero de inmediato pensé que no debe ser mucho porque con ese importe pagaría sólo diez litros de gasolina, que no alcanzan para una subida a Corani, por no decir al cerro de San Pedro o a la Coronilla.

Sin embargo, me consuela saber que la bici usa en realidad un combustible muy caro, pues para montarla y pedalearla mi cuerpo exige un suculento desayuno, unas salteñas a media mañana, cuando no una silica o un ají de cojopollo, ítems que sumados dan bastante más que diez litros de gasolina. Sin contar el ítem mayor: la cervecita fría o la vicola, vino con Coca Cola que en Madrid le llaman calimocho, tal como me cuenta mi hija que emigró en pos de su futuro.

Cuando era chico, los papás exhibían orgullosos sus bicicletas inglesas. Usaban unas pinzas de metal para proteger el doblez del pantalón de casimir de la grasa de la cadena y no era raro verlos montar con traje y corbata. No olvido a mi profesor, don Benedicto Fernández, cuya costumbre sostenida durante 49 años fue colgar el maletín en la barra de su bicicleta, gesto muy de la época. Y digo 49 porque algún superior impenitente lo obligó a jubilarse, como si le costara contratarlo un añito más para que cumpla sus bodas de oro.

Una vez más voy a recordar a don Juan Casas, viejo trabajador de un matutino local, cuyo orgullo radicaba en su bicicleta Raleigh inglesa que tenía casi tantos años como él. Con Carlitos Heredia le pedíamos una vueltita y nos contestaba, socarrón: “Cosas de montar, no se prestan”.

Las visitas de La Paz solían quejarse de transitar por una ciudad llena de ciclistas; les molestaba ver esas gráciles criaturas ecológicas que te suspenden sobre dos círculos de aire y te dan la sensación de volar. Los ciclistas tenían preferencia y los automovilistas manejaban con precaución para evitarles el mínimo roce.

Pero los tiempos han cambiado: ahora los ciclistas somos tildados de loosers, como si la prosperidad dependiera del coche que ostentes. Bicicletas hay de muchas marcas y algunas de ellas son muy sofisticadas; el problema es manejarlas en una selva de motorizados, un deporte más peligroso que hacerle cosquillas a un león hambriento.

Quizá por eso el hábito de montar mi amada bicicleta se ha convertido en un gusto mañanero, un rito de madrugada porque ya a las siete las calles y avenidas se llenan de gases en combustión y entonces no sólo pones en riesgo tu vida sino también tu reputación: te ven en bici y conjeturan una jubilación pobre, una quiebra fraudulenta o un desempleo crónico, unos con pena sincera, otros con secreto regocijo.

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