Edgar Allan Poe hubiera cumplido ayer lunes, si se pudiera, 200 años de vida; pero no creo que lo hubiera aceptado, pues su vida fue un tormento. Triste es tu vida, le hubiera sentenciado cualquier paisana al verlo como lo describe Stephen Marlowe en El Faro del Fin del Mundo (o de la Última Orilla, como traduce Seix Barral), una biografía que se centra en el último día de su vida, cuando el buen Edgar reventó con una combinación de láudano y bourbon entre la cárcel y un hospital de caridad de Baltimore.
Dicen que apenas disfrutó de la venta de un libro cuyo título era Primera guía para investigadores de moluscos, un texto escolar cuyo prefacio era de Poe. Luego, el público lector ignoró su vasta obra de terror, sus cuentos policíacos (se lo considera fundador del género) y sus poemas. Sin embargo, los poetas malditos lo consideraban un demiurgo de la noche, particularmente Baudelaire, Mallarmé, Verlaine y Rimbaud, aunque su huella se prolonga en Lautréamont e incluso en el ideal de poesía pura, de belleza pura, que alimentaban los modernistas.
Precisamente Rubén Darío lo ve como el cisne desdichado, que mejor ha conocido el ensueño y la muerte… y también Soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos. También lo ve como un Prometeo amarrado a la montaña Yanqui, cuyo cuervo, más cruel aún que el buitre esquiliano, sentado sobre el busto de Palas, tortura el corazón del desdichado, apuñalándose con la monótona palabra de la desesperanza.
Es curioso que los críticos reduzcan la obra de Darío a su poesía, desdeñando sus artículos periodísticos que abundaban en vigorosas imágenes y juicios de valor. Pero, vamos, cosa parecida ocurre con los críticos de Amado Nervo, de Vallejo, de Gutiérrez Nájera e incluso de García Márquez, Vargas Llosa o Carlos Fuentes, que no ven arte en la prosa maciza de la obra periodística.
Rubén Darío ingresó a principios del siglo XX al puerto de Nueva York y consideró a los Estados Unidos como el país de Calibán, el país del materialismo más burdo, más cicatero y menos espiritual. En ese contexto habla de Poe: Como un Ariel hecho hombre, diríase que ha pasado su vida bajo el flotante influjo de un extraño misterio. Nacido en un país de vida práctica y material, la influencia del medio obra en él al contrario. De un país de cálculo brota imaginación tan estupenda. El don mitológico parece nacer en él por lejano atavismo y vese en su poesía un claro rayo del país de sol y azul en que nacieron sus antepasados. (…) El retrato en prosa que hace del poeta americano es más expresivo que cualquier lienzo: Esa mirada triste, de tristeza contagiosa, esa boca apretada, ese vago gesto de dolor y esa frente ancha y magnífica en donde se entronizó la palidez fatal del sufrimiento, pintan al desgraciado en sus días de mayor infortunio, quizá en los que precedieron a su muerte.
Así lo pinta Stephen Marlowe, en medio de la alucinación que le trajo el consuelo de la muerte, en medio de la agonía que quizá consolaban las mujeres que amó en sus cuentos y poemas: Irene, Eulalia, Leonora, Frances, Ulalume, Helen, Annie, Anabel Lee, Isabel, Ligeia…
miércoles, 23 de septiembre de 2009
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