El Ramón y el Ojo
Una de mis lecturas más tempranas e inquietantes, ilustrada hasta el cansancio en decenas de remakes cinematográficos, fue la de “Dr. Jekyll y Mr. Hyde” del incomparable Robert Louis Stevenson. Habría que reunir en una colección en blanco y negro las obras de los precursores de Freud, la de todos aquellos que escribieron en prosa y verso acerca del bien y el mal, desde los cronistas del paraíso perdido y la caza de ballenas hasta los positivistas ilusos que pensaron extirpar el mal con una inyección, cuando en realidad el mal es inocente y habita en nosotros, en el número 13 de la calle Inconsciente de nuestro populoso burgo interior.
Uno puede recuperar épocas de su propia vida volviendo a las lecturas de entonces, atento en especial a aquellas frases que subrayamos y que tienen una conexión secreta y eficiente. Reviso mis libros y el tema de Jekyll y Hyde reaparece en un subrayado bíblico: cuando Jesús pregunta el nombre del demonio que acaba de alojarse en una piara de cerdos, éste le responde: “Me llamo Legión”. Puedo añadir todavía una “metafísica popular” que me contó mi hermano Manuel Monroy y la respuesta que logré conseguirle. El taquillero del Teatro Municipal informa cómo está la platea: “Vacío está. Harta gente no ha venido”; alguien consuela al artista: “No te preocupes, conmigo tienes una multitud”.
De esa cadena de identidades nació el Ojo de Vidrio en octubre de 1984, cuando Feny Canelas, por gestión de mi buen amigo José Nogales Nogales, me convocó a escribir una columna diaria, vecina de la de mi carnal Alfredo Medrano, en el matutino Los Tiempos. Si dicen que el estilo es el hombre, la soltura de la columna se sobrepuso al barroco grave de mis primeros textos, expresó con sencillez las pulsiones que se asfixiaban en ellos, a ratos tan recargados de palabras, y así fueron construyendo otra criatura cuyos genio y figura eran distintos de los de ese chango recogido y taciturno que un día fue bautizado in extremis con el nombre de Ramón. Si éste se pasó lo mejor de la adolescencia y la juventud leyendo y leyendo a orillas de la vida, el Ojo de Vidrio nació y se zambulló en ella, ya no quiso salir del agua vital y acabó por arrastrarme con todo y mujer y libros. Atribulado en el torrentoso río de la vida, el Ramón no sabía cómo salvar sus libros ni cómo lograr que su mujer y compañera braceara al ritmo endiablado que imponía el Ojo de Vidrio, quien a todas luces era de nacimiento un consumado campeón de natación.
Había que verlo para sorprenderse cómo el Ramón, ese chango de rebeldías no manifiestas, flacucho y corchísimo en sus estudios comenzó a ser sustituido por un tío de amplia sonrisa y de robustos apetitos, que gozaba viviendo en baño de multitudes y agotando a grandes koltins la tutuma de chicha de esta vida.
¿Dónde había quedado el corchito que se negaba a flotar en el río vital y se guarecía en la orilla leyendo compulsivamente toda letra impresa? El otro, el Ojo de Vidrio, no tenía tiempo ni ganas para esa taciturna costumbre, y ahí fue que se conoció con una mujer acaso seducida por su ritmo vital, que acabó siendo compañera de ambos, no sé si me entienden, del Ramón y del Ojo de Vidrio.
El drama nació y creció a partir de un conflicto de actitudes, pues al Ojo no le importaba mucho el pasado, la nostalgia, los hijos, la mujer de los primeros días, las cosas, los escritos, los libros que hasta entonces habían anegado la vida del Ramón. Tampoco le importaban mucho los ritmos, los gustos, las pulsiones, las metas de esa nueva mujer, porque sólo aspiraba a que todos siguieran su ritmo, sus gustos, sus pulsiones y metas, como una comparsa alegre y ruidosa pero desprovista de libre albedrío. Mientras el Ojo se zambullía en la multitud, el Ramón era el escenario de una dramática confusión de sentimientos, unos de nostalgia y culpa por su pasado perdido y otros de un amor naciente, de una relación nueva, de una construcción que él quería larga y venturosa. El drama es que esta nueva mujer se había enamorado del Ojo, aunque la turbaran sus excesos y su ritmo endiablado, mientras que apenas sentía una tibia ternura por el Ramón.
Es justo reconocer que en toda esa época el Ojo asumió los gastos de la casa, mientras el Ramón cumplía sus deberes de padre abnegado y esposo ejemplar en los pequeños espacios que le dejaba el Ojo. Pero la cosa no era tan sencilla, porque si bien el Ojo era el responsable de la columna diaria, del célebre “ch’akigrama” y de la revista “Viernes de Soltero”, que marcó época entre los militantes de la buena vida, en los hechos el redactor y diagramador era el atribulado Ramón, en los pequeños espacios que le dejaba la vida llena de compromisos del Ojo.
De esa época data un texto patético que escribió sin duda el Ramón (pues el Ojo ni leía ni escribía, solamente vivía), que dice lo siguiente: “Acabo de comprobar con amargura que este canallita del Ojo de Vidrio no sólo se aprovecha de mi oscuro trabajo de redactor secreto de sus textos, sino que me lleva a gozar de la vida y espera que me duerma para volver solito a la casa y cumplir los deberes de abnegado esposo y padre ejemplar que sólo a mí me corresponden”. Cómo estaría de afligido el Ramón que llegó a escribir ese párrafo francamente esquizoide. Años después encontré un texto similar escrito por Simón Rodríguez, el maestro del Libertador: “Sírvase devolverme mi mujer porque yo también la necesito para los usos a que Ud. la tiene destinada”.
Hoy que escribo estas desmemorias, me he levantado muy temprano mientras el Ojo sigue durmiendo la mona, pues anoche festejó al Señor de Compadres y no se repondrá sino hasta la hora de almuerzo. Hace rato que he vuelto a mi recogimiento, casi no salgo y escribo todo el tiempo con la cara vuelta a la pared. Pero los excesos del Ojo me agotan, me quitan todas mis energías, repitiendo hasta el asco la increíble y triste historia del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
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