Cuando uno tiene pareja, ha comprometido automáticamente el 50 por ciento de su tiempo. Esté o no esté físicamente al lado de su pareja, uno vive pendiente de cómo está, con quién está, si espera en casa o hay que recogerla del trabajo o de cualquier reunión. Si uno quiere visitar a su mamá o a un pariente y la pareja dice: "A mí no me parece", listo, uno no va. Si uno quiere salir con ropa vieja, porque es más cómoda, y la pareja te observa cómo vas a ir al trabajo con esa camisa, listo, a cambiarse no más. Si uno quiere tomarse el sábado para jugar paleta con los amigos y la pareja le recuerda que es la kermesse de los niños en el colegio, listo, a colgar la raqueta. ¿Está claro, no?
O sea que, habiendo cedido el 50% de nuestro tiempo, ya sólo nos queda otro 50 por ciento, digamos un 25 para trabajar y un 25 para divertirse, digamos jugando cacho con los amigos o haciendo ladies night con las amigas, porque en nuestra sociedad, diversión significa fiesta, y fiesta significa botellas, no nos hagamos.
Por eso las cosas se complican, y uno tiene que prestarse del tiempo destinado a la pareja unas horas para divertirse o para trabajar; y cuando la pareja se pone exigente, hay que hurtar horas al trabajo o a la diversión para atenderla.
¿Qué pasa cuando uno no tiene pareja? Que automáticamente ha nacionalizado ese 50 por ciento de acciones, o sea que tiene más tiempo ya sea para divertirse o para trabajar. ¿Y qué pasa cuando uno ha jubilado la botella? Que automáticamente tiene un 25% restante, o sea 75% para trabajar, los cuales sumados al 25% de horas de trabajo dan un melancólico 100 por ciento de tiempo consagrado a trabajar, a producir.
No estoy haciendo una apología del celibato ni menos un encomio del divorcio, pues quienes viven sin pareja y han dejado la botella tienen todo el tiempo del mundo para sí mismos… pero no saben qué hacer con él.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
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