México tuvo una embajadora sin igual en Margarita Diéguez y Armas. Aquel año de 1999 el invitado de honor a la Feria del Libro en La Paz era México y la Editorial Diana, motu propio, llegó con Armando Jiménez. Como ya lo sospechaba, nadie en la sede del gobierno dio importancia a la presencia del Gallito inglés en Bolivia. Demasiado trabajo tenían con los tontos graves que abundan en este tipo de ferias, como para reparar en un autor que era el más leído en la historia de la imprenta en la América española, según precisa Camilo José Cela.
Yo había tenido la suerte de expurgar los sótanos de la Librería Los Amigos del Libro, mucho antes que la suerte me deparara conocer México, la tierra de Armando Jiménez. Allí encontré la Nueva Picardía Mexicana, que me ayudó a definir una vocación dormida por la picardía. Demasiado sabía yo la historia de ese libro cuando tuve el gusto de estrechar la mano de Armando Jiménez en el pabellón de la Editorial Diana: él era un arquitecto de éxito, nacido en Piedras Negras, Coahuila, a una distancia en el tiempo que me dejó patidifuso y cogitabundo por su gallardía y juventud en el estreno del dígito 8 de su vida. Había construido en 17 países cuando decidió dejar la profesión y escribir un libro. Hizo varios proyectos de novela, pero al final se decidió por lo que más había escuchado en su vida profesional: las leperadas, los albures, las adivinanzas, las coplas, las cuartetas y tantos otros hilos que trenza el telar infinito y milagroso del habla mexicana. Poligrafió un primer informe y lo repartió entre los maestros albañiles que frecuentaban las pulquerías y cantinas de la época, y al cabo de un mes le devolvieron las copias del manuscrito aumentadas y corregidas. Luego buscó el parecer de la academia y cuenta que visitó a Alfonso Reyes y que el gran escritor mexicano lo maravilló pues no sólo sabía más y mejores leperadas y albures que los albañiles, sino que conocía el linaje de cada frase, refrán, salida o chascarrillo. En fin, en su larga obra, ese señor alto y amable que tenía delante había merecido prólogos de tres premios Nobel de Literatura –Octavio Paz, Gabriel García Márquez y Camilo Cela—y el primero de ellos había tomado esa obra como pretexto para escribir uno de sus ensayos más sugestivos: Conjunciones y disyunciones, que habla precisamente del origen etimológico y las connotaciones de la palabra picardía.
Total, que lo invité a Cochabamba, y aquí le organizamos una tenida en la Quinta Los Cantaritos II, con la complicidad de mi carnal Alfredo Medrano, que se ocupó de convocar a los léperos, albureros y pícaros de esta tierra inocente y hermosa, que dieron una ruidosa bienvenida a Armando Jiménez y a su amable señora.
Era nuestra intención constituir allí mismo, bajo el padrinazgo de Jiménez, la Academia de la Picardía Boliviana, y el discurso central debía estar a cargo del maestro y padrino. Pero me dijo que no le gustaban los discursos y me consultó si no me animaba a hacerle de patiño, es decir, aquel partenaire o pareja, tan común en el mundo del humor, cuya misión es hacer preguntas cojudas para que se luzca el actor principal… aunque a veces devuelve dardos aun más agudos, provocando una explosión de contento en el público. Acepté y sufrí luego una andanada sin control de picardías, aunque en un par de casos salí airoso disparando mis dardos.
Para rematar su jugosa actuación, Armando Jiménez contó que cierta vez el emperador Carlos III concedió a uno de sus favoritos una cédula real por la cual le otorgaba permiso para pedorrear ante la nobleza, el clero y el pueblo llano. Había traído copia de la tal cédula y nos la dio a Alfredo y a este servidor, que desde entonces hacemos buen y sonoro uso del real permiso.
Han pasado cinco años desde aquel día y hoy vuelvo a leer la dedicatoria que escribió este gran señor: “Cordialmente para mi cuate, más que hermano, El Ojo de Vidrio, alias RAMÓN ROCHA MONROY, con el agradecimiento de… A Jiménez (El Gallito Inglés), por las múltiples atenciones que nos brindaste durante nuestra grata estancia en ese país hermano. Mexicalpán de las Tunas, Chingotlán, a 3 de septiembre de 1999.”
Eso de Chingotlán era otro de los albures del maestro. Pero, ¿por qué eso del Gallito Inglés con que suele rubricar su firma? Por un versito que dice: “Este es el gallito inglés / míralo con disimulo. / Quítale plumas y pies / y metételo en el …”
Semejante rúbrica en un mundo que otorga veneración desmedida a la firma personal podría hacernos pensar que se trata de un pinche méndigo lépero de cuarta. Pero, tan sólo para moderar los ánimos del lector desprevenido y elogiar con palabras insustituibles al recordado maestro mexicano, voy a reproducir el texto elogioso que le dedicó nada menos que Camilo José Cela, con cuya venerable y cachonda voz voy a pasar luego a otro tema. Ahí les va.
PRÓLOGO DE CAMILO JOSÉ CELA A LA “PICARDÍA MEXICANA”
Mi amigo Armando Jiménez tuvo la paciencia y la sabiduría de ir apuntando en un cuaderno todas las santidades y todas las herejías que oyó decir al mejicano de a pie. El producto de su rebusca ha sido el libro Picardía mexicana, el más leído de toda la h historia de la imprenta en la América que habla el español. A quienes somos aficionados al habla popular y a sus flexibles y vivísimos registros, Armando Jiménez nos brinda un próvido venero de sugerencias tan divertidas, eficaces y saludables que nunca se lo agradeceremos lo suficiente. El estudio de estas lenguas golfas y tangenciales, huérfanas y “non sanctas”, es un mar sin orillas en el que los cautelosos sabios oficiales (?) no querían nadar, quizá por miedo a la sarna y otras contaminaciones, y tuvieron que ser los heroicos sabios paralelos a quienes, a cuerpo limpio, empezaran a desbrozar el camino tupido por todas las espinosas zarzas del prejuicio y el anestesiador afán de dejar que las cosas siguieran como iban, aunque fueran mal. Como aficionado a estas averiguaciones, sé bien de qué color es y qué dibujo tiene la mueca de quienes no quieren entender; declaro, sin embargo, que la situación ha mejorado y que muy pacientes e ilustres investigadores han roto ya en pedazos el hielo de la inercia.
En aquella frágil piragua del buen sentido navegó con maestría Armando Jiménez y nos dejó constancia de la lengua viva –y también desgarrada—de los mejicanos, con frecuencia caminadora por los mismos vericuetos e idénticas trochas que el español de los españoles. Con su Picardía mexicana, su Nueva picardía, sus Dichos y refranes y su Tumbaburro, Armando Jiménez ha sabido llevar sus pesquisas hasta las lindes mismas de la lengua, el movedizo terreno en el que la lengua empieza a florecer en viva y saltarina y deleitosa literatura. Vaya hacia su trabajo mi gratitud de lector curioso y de hombre que piensa que lo primero fue el verbo.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
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