jueves, 24 de septiembre de 2009

Navidad en bicicleta



Alfred Jarry, sátrapa de la Patafísica, en París, 1898.
Si no sonara a equívoco, yo diría que con la bicicleta he tenido una relación conyugal que quizá dure hasta que la muerte nos separe.
Navidad en bicicleta
Mi primera bici era de segunda mano. Una vez que aprendí a manejarla, me transmitió el virus de esta relación que pronto llegará al dígito 6 de mi vida. Tuve bicicletas más bien modestas, pero no voy a olvidar una tan liviana y flaquita que montarla era como flotar en las nubes sobre dos cintas de aire. Tenía manubrio de cuernos de carnero, forrado con elegantes manillas de esponja, y al montarla yo juraba que estaba cortando un tremendo queso de envidias para pasar velozmente en sentido contrario.
Como vivía en El Castillo, acostumbraba tomar la carretera a Sacaba, o avenida Villazón, que tiene un agradable descenso a la ciudad para tomar la ciclovía, pero de retorno, una gradiente casi imperceptible, que te redobla el esfuerzo. Allí fue donde tuve la primera decepción, intensa pero pasajera. Subía yo enfundado en un buzo de ciclista nuevito, trabajosamente, como usted adivinará, cuando resulta que me empata un albañil, con la ropa llena de lamparones de yeso y tocado con una calatrava hecha de bolsa de cemento. Su bici era "de albaco", imitación Raleigh, chuta por todos lados y apenas tenía dos espigas por pedales. Sin embargo, el albañil aceleró y me sacó 100, 200 y hasta 300 metros. Jamás pude alcanzarlo, ni siquiera con mi bicicleta, que era de carreras.
La bicicleta no sólo me dio el orgullo de montarla sino el recelo de prestarla. Esto me enseñó don Juan Casas, que trabajaba en la antigua sede de Los Tiempos, poseedor de una hermosa bicicleta inglesa, que conservaba por décadas con la pulcritud con que la había estrenado. La vez que le pedía prestada una vueltita erguía su dedo índice admonitorio y me decía: "Cosas de montar, no se prestan". Con el tiempo comprobé la hondura bíblica de la sentencia, pues prestas una cosa de montar y te la devuelven floja y desvencijada, chorreando aceite y profiriendo gemidos extraños.
La bicicleta es también una cosa mística. Una noche llevaba yo un espejo rectangular apoyado en el manubrio, de modo que la cara mirara al cielo. Qué hermosa sensación tuve al bajar la vista y ver el cielo estrellado: parecía que transitaba por la Vía Láctea. De pronto apareció Venus y tuve que virar levemente para no pisarla; luego, por poco no aplasto a la Luna. Unos eucaliptos añosos que flanqueaban el sendero daban mayor profundidad al espectáculo celeste, y entonces se me ocurrió inclinarme sobre el espejo, a ver si yo también me veía. Pues sí, me veía volar como si tuviera alas, como un demiurgo patrullando la obra de su creación.
Aquella noche pensé que si Dios existe, suele esconderse en las cosas más sencillas, como mi bicicleta, tan buena y persistente que ya van quince años que aguanta mi peso.
La vez que la llevo al bicicletero, lo veo menear la cabeza. Quizá calcula hasta cuándo soportará el peso de la vida o conjetura que mi bicicleta debe ser la reencarnación de una pecadora que hoy paga su karma.
Anoche, a la hora de los brindis, vertí sobre sus articulaciones un aceite chuíta que le compré a mi bicicleta por esta Navidad.

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