Una madrugada tomé el micro H y me acomodé entre los silenciosos pasajeros que a esa hora tenían, seguro, como destino final, La Cancha. Había tres cholitas de edad indefinida y uno o dos campesinos, aparte del chofer que, a esa hora, manejaba callado y taciturno.
Un taxi nos cruzó y llevaba sobre la parrilla tremendo bulto, pero de inmediato me imaginé que no pesaba mucho, porque era un cargamento de lechugas. Me sonó entonces en la cabeza unos octosílabos que canto hasta hoy: "La voz del pueblo madruga / madruga la voz de Dios / ay, mi negra, llevemós / al mercado la lechuga."
Me encantó el sonido del silencio, que es el sonido de esa barca cuyos pasajeros son invariablemente gente pobre: la madrugada. En el principio era el silencio, y el silencio estaba en Dios y el silencio era Dios.
Minutos después, se oye como los ensayos aislados de uno, dos, tres instrumentos: algunos compases que se interrumpen y reinician, alguna armonía que se intenta y abandona, algún solo que se trunca. De pronto, una tos, un estornudo, un diálogo fugaz que se dispara como una ráfaga y el conductor que se decide a captar su emisora favorita, en la cual suena, todavía tímida, la voz engolada del locutor que te ayuda a ubicarte en el día señalándote fecha, hora, temperatura y cotización del dólar antes de dar paso a la primera "cortina musical".
Una hora después se ha iniciado el concierto: bocinas, gritos, columnas de motorizados, timbrazos de celulares, alarmas de coches, sirenas, diálogos confusos, más volumen a la radio o a la casetera. El concierto cumple sus movimientos: adagio, andante, molto vivace… Hasta que, al final de la tarde y a las primeras horas de la noche, el concierto se vuelve desconcierto y el ruido del día vuelve al caos primigenio, al silencio. Y la historia se repite.
Me gustaría producir una perfomance kitsch con gigantografías o lienzos de paneles de micros con CDs colgando, y escudos del Aurowilster colgando e imágenes religiosas y animales de peluche colgando, y miniaturas de Copacabana, de Urkupiña o de Alasitas colgando, y esos tigrecillos que balancean la cabeza del modo más cojudo, como si aprobaran las maniobras del conductor. Naturalmente, no todo sería fotografía, Adobe o lienzo, porque destinaríamos un presupuesto para comprar esos bellos colgandijos, que parecen amuletos sin los cuales, literalmente, todo se iría al soberano carajo.
En otra sala, uno podría accionar el receptor de automóvil y seleccionar el ranking de emisoras favoritas de micreros y taxistas, o la lista de hits del pop, el hip hop aymara, la cumbia vishera, el reguetón, el chuculún o la cullaguada.
En fin, en la tienda de souvenirs, el público podría adquirir retratos a color, en blanco y negro o a la Andy Warhol de toda la nómina de conductores, como también calcomanías clásicas, originales, avant garde o picaronas, verbigracia, esas mujeres semidesnudas que te muestran sus generosas nalgas junto a una leyenda que dice: Pase al fondo.
Naturalmente, el costo de la entrada sería de Bs. 1.50, precio clásico de microbuses, minibuses y trufis y el boletero estaría sentado en un micro simulado en la puerta, y daría el cambio desde una cajita de madera con canales a la medida de todos nuestros cortes de moneda.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
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