En frecuentes viajes al exterior he podido comprobar que los ciudadanos bolivianos en función de embajadores sufren una mutación genética que los convierte en bestias mezquinas y abominables. Una embajada es un pequeño Estado, con territorio, población y poder. El poder lo ejerce el rey chiquito, el embajador; y hay que ver cómo lo ejerce aunque su corte sea exigua, cuando más complementada con los paisanos residentes que tienen que aguantar sus agruras.
En el exterior suelen haber residentes bolivianos muy bien establecidos; estos son los favoritos de los embajadores, no así los paisanos inmigrantes, invariablemente pobres, que salen del país con la esperanza, a veces vana, de construir un futuro que en el país se les niega. Las recepciones de las fiestas patrias son, por lo general, insufribles, porque, entre los invitados bolivianos, sólo figuran los viejos residentes, entre los cuales suele haber buenos tipos, pero que no tienen la vitalidad de los pobres inmigrantes.
Los embajadores y sus diplomáticos adjuntos mueven por lo general a preguntarse qué misteriosos motivos indujeron al gobierno para nombrarlos. Un consejo importante para los paisanos que viajan al exterior es no buscarlos jamás, pues o te tratan mal o te toman a su cargo, y eso es quizás peor. De inmediato se hacen cargo de ti, no te dejan ir a ninguna parte, despiertan tus temores atávicos describiendo la inseguridad de las urbes en que viven, y cuando te invitan a sus casas, cocinan silpancho o chajchu o puchero, es decir, esos platos deliciosos que tú consumes aquí hasta el hartazgo, pero que allá son incomibles, más aún si viajas con el deseo de probar nuevos sabores.
Los graduados de la Escuela Diplomática no son los mejores, no se crea, y los agregados culturales, el último peldaño en el escalafón diplomático, son por lo general secretarias o funcionarios subalternos a quienes también se les endilga la penosa misión de representar culturalmente al país.
Yo fui agregado cultural en México y casi me muero de hambre, para colmo bajo la inquina de mi embajador que, no bien llegué, me dijo que él no había solicitado mi nombramiento y que por tanto objetaba mi posesión en el cargo. Tuvo que ceder, pero jamás disimuló siquiera la inquina.
No voy a contar los cientos de sevicias que ejerció sobre mí, pero quisiera seleccionar una importante. Cierto día, mi embajador me llama a su despacho, mide la calidad de mi traje, comprado en una tienda barata del metro, la compara con su lujoso terno de casimir inglés y por fin me dice: "Ramón, he decidido encomendarte una misión importante. Algo que quizá está por encima de tu preparación, de tus fuerzas. Como sabrás, el Presidente de la República llega en visita oficial y todos tenemos que ir a recibirlo. Pero alguien tiene que quedarse en la oficina. Ese alguien eres tú. Mañana debes estar todo, ¿me escuchas?, todo el día en esta oficina esperando órdenes. ¿Entendido?"
Ocurre que el Presidente era mi amigo, cuando ser su amigo era casi una sentencia de muerte. ¿Iba yo a obedecer al embajador y no recibirlo en México? Por supuesto que no. Al día siguiente, muy temprano, me dirigí a un aeropuerto militar, y cuando ingresé a la sala de espera, me conmovió la palidez del rostro del embajador que había perdido hasta la color de los labios. De furia, naturalmente, porque no le había obedecido. Las exigencias del protocolo no le permitieron recriminarme en el acto, porque el avión presidencial acababa de decolar y había que formarse en la pista, a orillas de una alfombra roja por la cual caminaría nuestro Presidente. Se acomodaron los funcionarios de la embajada, los residentes bolivianos platudos y yo en el último lugar. Se abrió la puerta y descendió nuestro Presidente, y mientras se enredaba en abrazos y arrumacos con el embajador y la comitiva, veo que el ministro de la Presidencia se adelanta por la alfombra roja, por encima de todo protocolo, buscando evidentemente a alguien que le urgía encontrar. Ese alguien era yo, como lo pude comprobar cuando me distinguió el último en la fila y me tomó del brazo y me obligó a entrar a uno de los carros de lujo que había contratado el embajador.
El ministro era también un buen amigo, condiscípulo de mi único hermano, y me había conocido desde niño. Partimos y me dijo que la visita oficial del Presidente duraría apenas medio día, pero tenía que pronunciar tres discursos, y por contingencias del país, pero más porque no conocían el pulso de los mexicanos, no habían escrito ninguno de ellos. La esperanza era que yo los escribiera.
Lo tranquilicé de inmediato. Llegamos al Hotel Camino Real, subimos a la suite presidencial, que es un departamento enorme, ubicado en un piso alto, con piscina y jardín privados, y allí me instalé. Le pedí nada más una computadora, comprobé que el frigobar traía una buena provisión de whisky y me regocijé viendo un frutero enorme que ofrecía las mejores frutas del Caribe y del México recóndito al ilustre huésped. Eso era suficiente para mí.
Le dije al ministro que no se preocupara: con dos años en México, sabía perfectamente qué querían escuchar los jerarcas del gobierno, y me di a la tarea de confeccionar los discursos.
Uno tras otro, los tres salieron a tiempo. El Presidente boliviano los leyó, uno frente al Presidente mexicano, otro en el Congreso mexicano y el tercero en una reunión con los empresarios mexicanos, y cosechó aplausos. Cuando llegó, estaba satisfecho. Me reconoció y se sorprendió de verme allí. ¿Qué hacía yo en México? Le dije que él me había mandado de agregado cultural y el Presidente opinó que yo era más útil en Bolivia y ordenó que me dieran un sitio en el avión presidencial para retornar.
El edecán representó la orden arguyendo que el avión tenía demasiado peso y entonces me entregaron dinero para mis pasajes y gastos de traslado. El resto transcurrió en una reunión amena y cariñosa que concluyó con la retirada del Presidente, que quería descabezar una siesta.
En ese momento hice un balance de la situación: ¿adónde iría si en el combustible que gasté para llegar al aeropuerto militar me había gastado los últimos quintos? Mejor era quedarme allí, aunque fuera solo, pues tenía el frutero maravilloso y una importante provisión de whisky.
Así andaba yo disfrutando de mi soledad bien surtida, cuando sonó el timbre de la suite. Eran los guardias civiles del gobierno, que allá los llaman guaruras, y consultaban si un señor que decía ser el embajador podía pasar. Allí encontré mi oportunidad de vengarme y les dije que no, que nadie podía ingresar sin mi autorización, como que no ingresó el pinche güey.
Enseguida llamé a mi amigo Ricardo Pérez Alcalá, extraordinario pintor y arquitecto que me había comunicado ya su regocijo por el gesto del gobierno peruano de cedernos un puerto en Ilo que se llamaría Boliviamar. Ricardo me mostró los bocetos de un monumento que proponía para que Bolivia lo donara al Perú. Se vino Ricardo y di orden de que ingresara. Así nos quedamos en la suite presidencial, yo consumiendo whisky y él acabando con el frutero, cuando bajó de la recámara el Presidente, envuelto en un albornoz blanco, con visibles deseos de darse un chapuzón en la piscina.
Cuando salió, se lo presenté a Ricardo. El Presidente vio los bocetos del monumento y tomó la decisión de llevar a mi amigo artista a Bolivia. Tan firme fue su decisión, que Ricardo volvió entonces a Bolivia y no volvió a México ni a ningún otro lugar. Así quedó sellado el pacto que, un año después, se plasmaría en el Monumento de Boliviamar, construido por Ricardo Pérez Alcalá en una playa de Ilo.
Al día siguiente, el Presidente boliviano ya se había ido. Yo tenía que ingresar a mi trabajo a las 9 de la mañana, pero deliberadamente me retracé hasta las once. Fui vestido de jeans y polera, y cuando ingresé a la sede, la secretaria me dijo, escogiendo su tono más ominoso, que el embajador quería hablar conmigo. Ahí disfruté mi venganza, porque le dije que le trasmitiera que yo estaba muy ocupado y que me tomaría el día entero, y quizá otros días más, porque no tenía el menor deseo de trabajar.
Me imagino la cara del embajador cuando recibió mi mensaje. Como él no sabía de mi partida a Bolivia, seguramente acariciaba proyectos de venganza, el menor de los cuales era echarme a la calle a patadas. Pero no lo consiguió porque dejé mi cargo y me vine al país.
Para ilustrar la verdadera calidad de este personaje, voy a contarles una última anécdota, que yo llamé la de los cadáveres exquisitos.
Dije que yo era agregado cultural y que era el último en el escalafón. El cargo tenía sus bemoles, pues había más invitaciones de cultura que recepciones para el resto del personal, con excepción del embajador, que vivía de fiesta en fiesta. Yo tenía una abrumadora columna de invitaciones a vernisages, exposiciones, conferencias, saraos y cursos que me compensaban de la exigüidad de mi sueldo y las sevicias del embajador, pero éste tenía, como muchos otros, la manía de delegarme todas las misiones que consideraba extrañas, intramitables. De este modo, cuando llegaban visitantes ilustres, el embajador me llamaba y me presentaba con gesto olímpico diciendo que nadie mejor que yo para guiarlos por el México secreto, que yo sólo conocía porque era el bohemio de la embajada.
Pinche méndigo cabrón, me decía en silencio. ¿Cuándo le había dado la ocasión de comprobar que yo era un bohemio? ¿Cuándo se había sentado a mi mesa? La cosa era que me endilgaba a los visitantes extraños y yo tenía que mancármelos, a veces del modo más grato, a veces al borde de la angustia, pero esa era parte de mi misión.
En esa lógica, un buen día el embajador me llama a su despacho. El cretino estaba realmente conmovido: había visitado una feria de ciencias en la cual estudiantes de Medicina de la Universidad de San Andrés habían mostrado una sustancia nueva que, inyectada en el sistema circulatorio de los cadáveres, permitía su conservación en grado mayor y más natural que el consabido formol. El embajador estaba tan entusiasmado que me dijo: "Ramón, vamos a solucionar la economía de nuestro país. ¿Sabe qué vamos a importar? Cadáveres. Como lo escucha. Cadáveres bien conservados." A continuación me dio la ponencia de los estudiantes médicos y me encomendó, muy seriamente, que diseñara un prospecto para ofrecer cadáveres bolivianos en venta.
Aquello superó mis expectativas. De pronto, el ominoso señor se hizo hasta simpático. ¿Comercio de cadáveres? ¡Maravilloso! Había que inventar un título llamativo para el nuevo negocio nacional que solucionaría la crónica pobreza del país. ¿Qué frase podía resumir el expendio de cadáveres? Vino en mi auxilio el surrealismo y diseñé un arcoiris en el cual, en letras también de colores escribí: "Cadáveres exquisitos".
En esto me ayudó una experiencia curiosa en las catacumbas del Tepeyac, a los pies de la Mamita de Guadalupe, donde hay miles y miles de criptas en las cuales reposan las almas mexicanas en espera del Juicio Final.
En la explanada de la Basílica de Guadalupe había unos kioscos que ofrecían prospectos, y éstos decían: "Espere la Vida Eterna a los pies de la Mamita de Guadalupe. Adquiera su cripta a perpetuidad de acuerdo al siguiente detalle: "Con una misa anual, tanto. Con una misa semestral, tanto. Con una misa trimestral, tanto. Con una misa mensual, tanto. Con una misa semanal, tanto. ¡Con una misa diaria, tanto!
Aquella vez ingresé a las criptas y comprobé que había curas que celebraban misa para nadie, como en una obra de Ionesco, únicamente para cumplir el contrato de la Basílica con los deudos.
Eso me animó a completar el tríptico de Los Cadáveres Exquisitos. Mi proyecto decía: "Cadáveres Exquisitos importados de Bolivia. Tenemos en existencia cuerpos finados con: Cáncer, Embolia, Infarto, Muerte violenta, Susto, Pulmonía, Mal parto, Cólico miserere… y tantos otros motivos. A continuación decía: Damos de yapa riñones, corazones, hígados y otros órganos sanos.
Ese era el tríptico de los Cadáveres Exquisitos que diseñé y le entregué al Embajador.
Pasaron días y días, en los cuales me imaginaba de una y otra manera la reacción colérica del Embajador, y mi respuesta airada que le encararía su incurable estulticia.
Por fin, la secretario me llamó y me dijo, con el viejo gesto ominoso que acostumbraba, que el Embajador me esperaba en su despacho.
Ingresé y vi de inmediato la carpeta de los Cadáveres Exquisitos que ahora relucían en el centro del lujoso escritorio. Me alisté para sufrir una dura reprimenda, cuando, para mi sorpresa, el embajador me dijo que aquella mañana había decidido hacer policía en su escritorio, y que al hacerlo se encontró con mi expediente, y que le parecía fantástico. Me miró a los ojos apelando a su gesto más autoritario y me dijo que ejecutara de inmediato el proyecto.
Con esa gente uno tiene que lidiar en la diplomacia.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
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