Anoche recordé un dato que alarmaría a una persona normal: nunca metí un gol. No digo que no jugué de chico, sino que era tan malo para el deporte que nunca metí un mísero méndigo gol. (Sólo para MI AMIGO CORRECTOR: por favor, respetar el acento en méndigo).
Viví mucho tiempo en un barrio muy conocido y por mis ojos pasaron generaciones y generaciones de futbolistas, entre los cuales admiraba secretamente a uno que tenía la curiosa elegancia de jugar sin tocar la pelota. No la pillaba nunca, pero con qué elegancia correteaba por todo el campo de juego. Esa renuencia a jugar aunque sea sin tocar la pelota hizo que descendiera verticalmente en el aprecio de los vecinos.
Andando el tiempo, tomó posesión una directiva más o menos afín y entonces descubrí que si los mayores apenas toleraban mi presencia, los niños esperaban algo de mí. La directiva me invitó a hablar y los niños se acomodaron para no perderse una sola palabra. ¿Qué podía decirles que les interesara si el barrio les ha inoculado el virus de una amable enfermedad que se llama futbolitis? Les dije que a todos constaba que yo jamás había pisado la canchita del barrio, pero allí se habían criado mis hijos y nietos, que son afortunadamente deportistas. De modo que me sentía en deuda, y como aquellos días gozaba de cierta prosperidad, prometí 100 bolsas de cemento para renovar la superficie deteriorada de la canchita. Los viejos vecinos me miraron con suspicacia pero estalló una ovación infantil, y los pequeños me acompañaron hasta mi casa. Si hubieran podido con mi peso, probablemente me hubieran llevado en hombros.
¡Para qué prometería las bolsas! No eran todavía las ocho de la mañana del día siguiente cuando los chicos ya tocaban el timbre de mi casa. Les pregunté por la urgencia y me dijeron que querían las 100 bolsas. Intenté explicar que se pasman cuando uno las guarda pero no son tontos, de modo que me llevaron a la ferretería más próxima y allí me hicieron reservar las 100 bolsas abonando por supuesto su precio. Hasta ahí llegó mi intervención en una cancha de juego.
Nunca metí un gol ni practiqué ningún deporte. Podría inscribir mi caso en los records Guinness, pero no quiero dar mal ejemplo a las nuevas generaciones. Lo confieso: nunca fui competitivo. A un partido de fútbol invariablemente preferí un sillón cómodo y una revista D'Artagnan, pues esas fueron mis primeras lecturas. De chico, mi hermano me llevaba al fútbol pero yo me llevaba una pila de revistas y sólo de tanto en tanto veía el marcador.
Nunca hice la corte a una chica; el amor me cayó como un macetazo y me dejó inconsciente incluso en el acto de casarme. Cuando recuperé del shock y traté de rehabilitarme, me cayó otro macetazo amoroso y así, sucesivamente, hasta que por fin parece que me gané el derecho de solterío, algo sumamente apreciado para una persona que jamás metió un gol ni compitió en nada ni jamás fue elegido pero ni siquiera secretario de deportes de su junta vecinal.
Hace algunos años, el H. Concejo Municipal tuvo a bien declararme ciudadano meritorio, honor que me llena de gratitud; pero cuando un colega periodista me preguntó qué sentía, sentí que no era una noticia, pues quizá me porté bien para que me consideren un buen ciudadano. Noticia hubiera sido que me den una medalla al deporte. Entonces sí que hubiera generado un debate irreconciliable, y alguien hubiera recordado que nunca metí un gol.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario