jueves, 24 de septiembre de 2009
El libro, un amigo peligroso
En memoria de Werner Guttentag
Werner Guttentag pertenecía a dos pueblos tenaces, que sobreviven después de superar holocaustos, incendios, autos de fe, prisiones, torturas, saqueos y éxodos. Uno es el pueblo judío y el otro, aun más milenario, es la nación de los amigos del libro, cuyo rastro se pierde en la aurora de los tiempos.
Desde los tiempos más remotos, ser amigo del libro, amigo de la lectura y de la escritura, ha sido un oficio peligroso. El emperador que construyó la Gran Muralla china quiso inmortalizar su hazaña quemando todos los libros que le antecedieron, para que la historia comenzara con él. La toma de Alejandría no hubiera sido recordada
hasta hoy si no culminaba con el incendio de su legendaria biblioteca.
Cuando el pueblo judío sufría un cautiverio tras otro, el celo de sus profetas y de sus jueces debió concentrarse con especial ardor en conservar los rollos donde se había escrito su cosmogonía, su historia, sus leyes, sus salmos, sus proverbios y cantares. A la muerte de Jesús, los evangelistas y los cristianos primitivos debieron
ocultar sus escritos y sus lecturas en las catacumbas de Roma. Las invasiones que dejaron innumerables cicatrices en Occidente culminaron con persecuciones implacables a los escribas y lectores paganos, es decir, de cada pago, de cada pueblo, por adorar ese curioso becerro de oro hecho de materiales comunes pero cuyo contenido encerraba mundos, pueblos, mares, horizontes y estrellas. Las persecuciones religiosas buscaron con especial inquina a escribas y lectores; no se limitaron a quemar infieles, herejes, paganos, marranos y conversos sino que
afinaron su sevicia quemando libros.
La negra historia de la Inquisición nutrió innumerables historias y fábulas de libros para unos malditos, para otros, sagrados, cuya defensa era cuestión de vida o muerte, y por eso daba fuerzas a los torturados para resistir el tormento y morir en la hoguera antes de descubrir su paradero. No importaba que esos libros fueran una y otra
vez el resumen del conocimiento humano en cada lugar y época, pues igual desataban el odio y la inquina más implacables.
Desde los tiempos más remotos, escribas y lectores alimentaron sueños de liberación, de justicia, de igualdad. La prédica, la arenga, la tradición oral no bastaron para conservar esos sueños, y entonces se refugiaron en la escritura. No hay movimiento en la historia de las
revoluciones populares que no se haya registrado en pasquines, en volantes, en fanzines, en folletos, en libros cuya escritura y lectura eran sentencias de muerte. Nuestra historia es también un capítulo de estas persecuciones, pues el odio de los dictadores y de los paramilitares se concentró en los libros. Si hay Dios y algún día nos
convocan al Juicio Final, seguramente habrá un registro de de escribas y lectores que fueron quemados, vejados, perseguidos, encarcelados, exiliados, torturados y muertos por el delito de ser amigos del libro; y por supuesto habrá un Index que registre cientos de miles de títulos
que provocaron urticarias letales a los verdugos de turno.
Sin embargo, este pueblo tenaz de los amigos del libro tuvo y tiene una influencia decisiva, poderosa, en la humanidad entera. Letrados e iletrados, civilizados y salvajes, extranjeros y originarios, oriundos
y forasteros, todos hemos recibido la influencia de la secta universal de los amigos del libro.
Júzguese cuán peligroso es el libro examinando la conducta de los medios de comunicación en nuestros días. ¿Qué es lo que atrae y concentra su odio y su inquina? La Nueva Constitución: un libro. Hay quienes daríamos la vida por defender ese conjunto de nuevas libertades e instituciones democráticas, y hay quienes, en cualquier
momento, acuérdense de lo que digo, cebarán sus odios quemando ejemplares de ese libro.
Estas reflexiones son tanto más oportunas porque honramos hoy la memoria de Werner Guttentag. A sus 19 años, a la edad de Juan el Bautista, llegó a Bolivia cargando un símbolo de esa secta universal:
una máquina de escribir; y desde entonces consagró sus días a construir el proyecto editorial más grande de la historia boliviana. A su influjo, una secta boliviana reducida quemó pestañas y dioptrías con un culto nuevo, el libro, y un nuevo vicio: la lectura. Medio siglo después, su venerable figura recorría los pasillos de nuestra
Feria del Libro, todos los días, sin descansar un momento. Ese fue quizá el último escenario público donde todavía pudimos saludarlo. Una persona que era el referente boliviano más importante en las Ferias del Libro de Frankfurt, Guadalajara o Buenos Aires se regocijaba como
un niño ante el pequeño pero importante fruto de nuestros libreros.
Esa secta de amigos del libro creció alrededor de Werner cercada por una conmovedora legión de analfabetos, pero también por una ominosa legión de enemigos del libro. Por eso su memoria nos convoca a escritores y editores, a gráficos y diseñadores, a copistas y prensistas, a reseñadores y críticos, a distribuidores y libreros, a
lectoras y lectores, para consolidar nuestra alianza alrededor de ese venerable objeto de culto: el libro.
Murió Werner Guttentag, el mejor amigo del libro. Sobriedad y sencillez fueron su lección de vida y su lección de muerte. ¡Qué conmovedor es el rito funerario de los judíos! Un cajón de pino sin adornos sobre un piso de tierra, una sábana negra con la estrella de David en líneas blancas y dos velas. ¡Y pensar que toda la
parafernalia de casas de velación, catafalcos, arreglos florales, retratos y velas parece un hotel de cinco estrellas o una boutique funeraria para el tránsito a la muerte! Uno muere para descansar en paz. Por favor, ya déjense de pompas fúnebres.
Sin embargo, el homenaje a la memoria de Werner debería traducirse al menos en dos proyectos concretos: es necesario que impulsemos la construcción de un monumento al libro y a la lectura, en el cual la
efigie de Werner será una figura central que recuerde a todos aquellos bolivianos de otras tierras que sirvieron a Bolivia más que los bolivianos de nacimiento. Y segundo, es necesario que retomemos la obra de Werner en tres líneas: la continuación de la Bibliografía Boliviana, la recuperación de la Biblioteca Boliviana y el relanzamiento del Premio Nacional de Novela Erich Guttentag. Quizá
sólo así ratificaremos nuestra pertenencia a la venerable aunque incomprendida secta de los amigos del libro.
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