Comúnmente los artistas usan diversos estimulantes para acrecentar la percepción de sus sentidos y de su razón. Café, té, chocolate, tabaco, yerba mate, hojas de coca; pero también alcohol, yerba, hachís, cocaína, anfetaminas y otras drogas. Esta no es una invitación al consumo de esos productos, sino una reflexión sobre algunos de sus defectos. Cuando uno consume un café y un cigarrillo, una copa de vino, una cerveza, un whisky, sentado a solas en una barra, poco a poco se abre un abanico de relaciones que pueden comenzar por dar fuego, pasar el cenicero, las servilletas o cualquier otro acto de pura gentileza. De pronto comienza la tertulia: unos encuentran coincidencias de oficio o de trabajo; otros, de gustos musicales o artísticos; otros hablan a gritos de deporte o de política; otros buscan parentescos y amistades comunes. Así se entabla una relación empática, un empate efímero pero intenso entre personas que quizás nunca se vuelvan a ver.
Lo propio ocurre con las palabras, cuando uno se halla relajado, a solas, quizá escuchando una suite de Bach, un ensamble de blues, un piano que sugiera un bar vacío a las tres de la mañana. Puede que uno se sienta relajado porque se ha servido un vaso de whisky, porque ha fumado un cigarrillo o una copa de vino. O más. En la medida de esa soltura, de esa buena disposición, las palabras inician su propia tertulia; buscan relaciones entre sí; intercambian letras y así nacen los juegos de palabras, las aliteraciones, los palindromas; se juntan en frases insólitas o de doble sentido; se presentan con el ropaje de un lugar común pero a continuación se desdoblan en combinaciones nuevas y sorprendentes. Cuando uno contagia ese estado de ánimo a las palabras, es seguro que hablarán solas, que se divertirán solas y combinarán un texto vivo, un empate efímero pero intenso que quizá nunca más se repita.
Hay testimonios valiosos sobre este estado de hiperestesia que a veces proviene del sueño, tal como sucedió con el célebre poema Kublai Kan, que Coleridge anotaba en estado de semivigilia, semiconciencia, hasta que un importuno cortó la conexión con su visita intempestiva.
Entre los 40 y los 50, era famoso el filósofo chino Lin Yutang, particularmente por su libro "La importancia de vivir", en el cual critica con amor e ironía, palabras caras a él, las costumbres occidentales. Lin se pregunta cómo alguien puede escribir cinchado con un cinturón y con los pies aprisionados en zapatos de vestir. Él aconseja vestir una túnica amplia, sin ropa interior y por supuesto descalzo.
No hay duda que escribir es un placer solitario y difícil de compartir. Requiere silencio pero ante todo soledad. William Faulkner trabajó alguna vez como peón alimentador de carbón en una usina eléctrica o algo parecido. Se amanecía en ese trabajo, pero a cierta hora volcaba la carretilla y aprovechaba su soledad para escribir la obra literaria que le hizo merecedor del Premio Nobel. No es pues un ejercicio de multitudes ni es compatible con una familia larga y ruidosa. Uno tiene que fabricarse un espacio de soledad y silencio para relajarse de tal forma que se pueda trasmitir a las palabras un estado de paz, serenidad y regocijo creciente. Las palabras son como un público celoso de sus gustos al cual el artista en el escenario debe trasmitir sus emociones.
jueves, 24 de septiembre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario