jueves, 24 de septiembre de 2009

Lamento de mis dedos

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El viernes se me inflamó el dedo medio de la mano derecha y no pude teclear sin dolor. Le resté importancia al problema pero el dolor persistió y he tenido que acostumbrarme. Quizá se pase con un par de aspirinas, quizá se vuelva crónico; pero lo importante es que por fin hice un alto y reflexioné sobre la deuda impagable que tengo con estos diez dedos, que son mis esclavos, pues no les pago un solo quivo y sin embargo me sirven con una fidelidad que hoy me arranca lágrimas.
He pensado cuánto tiempo no les doy una vacación, ni siquiera un esparcimiento, y ha comenzado a aterrarme su docilidad silenciosa. Si por lo menos se dieran un brake para acariciar una piel grata, no sé, aunque sea por contrato: No es para mí, señorita, no me entienda mal, es para mis dedos, para darles una vacacioncita, un fin de semana, un par de horas, nada más. ¿Cómo? En absoluto, yo no haré nada, sólo quiero dejarles la iniciativa y que ellos busquen su esparcimiento…
Alguna vez los entrené en dactilografía y luego me ufané de haber aprendido lo más útil para mí, que era precisamente escribir en el teclado con los diez dedos. ¡No percibí que les arrebataba un mérito suyo, porque ellos son los dactilógrafos, no yo!
Con el tiempo se hicieron tan diestros que, yo diría, tienen una pequeña memoria en cada yema, porque se mueven solos y a veces corrigen al vuelo expresiones mías que ellos simplifican sin consultarme porque aprendieron el buen decir copiando toneladas de cuentos y fragmentos de escritores célebres para publicarlos en este periódico.
En mi tesis de grado comenté que los obreros que trabajan con el sistema Ford, en cadena, repiten tantas veces el mismo gesto (digamos poner un tornillo o una tapacorona o una etiqueta) que de dormidos siguen moviéndose como en la vigilia laboral. Eso me pasa hace décadas: que mis dedos se siguen moviendo mientras yo duermo, y teclean en el aire palabras que quizá toman de mis sueños, lo cual me ha traído problemas conyugales y amagos de divorcio: Tecleas una vez más en mi cuerpo y me voy a casa de mi mamá.
Es que mis pobres dedos están sometidos a tal régimen laboral que ni los trabajadores del sistema Ford ni los obreros estajanovistas igualarían sus méritos.
No hablo de mí, así que puedo decirlo sin ambages: mis dedos son admirables. Lo comprobé al verlos tocar guitarra, porque ellos no se mueven con el orden de un ejército sino con la armonía de una orquesta –según el principio consagrado por don Franklin Anaya, alma bendita. Me explico: los dedos de la mano que pisa las cuerdas se mueven en maravillosa coordinación, cada uno en lo suyo, pero el meñique sólo interviene a veces. ¡Y sin embargo se mueve como alentándolos, totalmente copado por la armonía del conjunto.
Mi dedo anular izquierdo tuvo un accidente que casi me cuesta una falange. La reconstruyeron con 45 puntos de microcirugía, pero no pudieron unir las terminales nerviosas. Cuando sané pude comprobar lo maravillosa que es la coordinación en nuestro cuerpo, porque me rozaba, digamos, la cintura con el dedo convaleciente, ¡y me daba la vuelta como si se tratara de un dedo ajeno! Aun así, mi pobre dedo se acostumbró a mí e incluso se avino a pisar nuevamente las cuerdas de mi guitarra, que es como pisar con el prepucio, perdonen la expresión. Veré cómo hago para concederles unas horas de esparcimiento.

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