miércoles, 23 de septiembre de 2009
Los muebles de Jaime Saenz
"A lo largo de los años, tus cosas y tus muebles se envejecen, / y se desgastan insensiblemente." Así comienza un poema de Jaime Saenz, que aflige lo mismo al lector que no se mueve que al lector en constante mudanza, como este servidor cuyo destino es mudarse como un linyera o como el judío errante.
Miro los despojos de 69 traslados, los lomos de los libros despellejados -- algunos de ellos descoyuntados. Se me adhieren a la memoria cosas que ya no existen: ese batán de la abuela que fue su única herencia, al paso del tiempo tan valiosa que, a la muerte de mi madre, fue objeto de disputa con mi único hermano. Se quedó temporalmente conmigo pero ahora no lo encuentro. ¿Dónde habrá quedado?
Pasó lo mismo con la máquina de coser, de la misma y única abuela que conocí, esa Singer forrada en roble inglés que, hasta hace poco me sirvió de escritorio pero no aguantó mi última mudanza y quedó como un trasto en casa de uno de mis hijos.
Las vajillas de mi madre, de las cuales fui único heredero, no aguantaron cuatro mudanzas. Yacían encajonadas ¡y cómo estorbaban! Un domingo triste seleccioné dos piezas de cada plato y cada cubierto y cada copa, y el resto se lo regalé a mi primera esposa, de quien no sabría decir actualmente si era mi hermana o mi condiscípula; en todo caso, alguien afectivamente próxima más allá de la carne.
No sé cómo lograron sobrevivir estos estantes tan feos, tan frágiles que tienen hoy las patas roscas porque se doblaron. Se doblaron a tal extremo que hoy los instalé patas arriba.
Este sofá cama duro como el lecho de un fakir duerme la siesta en el suelo, ya bastante despanzurrado. ¡Cómo me duele el cuello cuando descabezo en él un insomnio! Pero mi cama no es más cómoda. ¡Si hablara este colchón de resortes subversivos, sería mi mayor testigo de cargo! Pero, a estas alturas, ya ha perdonado mis aventuras y acepta, resignado, la talla de mi cuerpo.
De tantos comedores que tuve me quedó esta mesa coja e inerte como los restos de un animal prehistórico, y estas sillas mustias que padecen de reumatismo.
Me visitaron, hace poco, unos jóvenes periodistas, y pasearon la cámara por estos dos cuartos donde, hoy por hoy, habito. Para mi sorpresa, cómo les gustó mi desorden. ¡Cómo festejaron esos calcetines arrumbados junto al zócalo y esos restos de comida sobre una tabla de cocina que parece la paleta de un pintor impresionista!
Quizá sea ya tiempo de romper el último vaso y beber, a partir de hoy, en el cuenco de mis manos.
Salvo estos libros que arrastro como un costal de pecados irredentos, podría irme ahorita con un pequeño k'epi: una sábana de colores con dos mudas de ropa, un cuaderno y una tiza. La tiza, para dibujar otro cuarto y una silla y una mesa y una cama donde tender este cuerpo que va siendo mi último equipaje.
Vuelvo a la lectura de Jaime Saenz y encuentro esta joya que resume todo lo que quisiera haber dicho:
"¿Cuánto valdrán estos muebles? –me pregunto yo.
Pues en realidad, no valen nada; y, en el mejor de los casos,
Capaz que su valor total no alcance para una ranga-ranga."
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