Un día me encontré con la palabra jitanjáfora, que me susurró el mexicano Alfonso Reyes en su libro "La experiencia literaria", que me permitió entender la ternura de mi madre cuando alzaba a su nieta y le decía: "Síquimi nócom pecos / síquimi /nócom /pecos". Nadie había intentado hallarle significado pero oírla era tan natural como el sonido del agua o el canto de los pájaros. A esas palabras que no tienen significado pero tienen ternura y ritmo, Alfonso Reyes las bautizó como jitanjáforas. Palabras que no se dirigen a la razón si no a la sensación y a la fantasía; que no tienen otra utilidad que el halago, como verdehalago, verdegay, verde que te quiero verde. Como decía Reyes: ¡La verdad es que en el taller del cerebro se amontonan tantas virutas!
Fragmentos de frases, impulsos rítmicos, rosario de ritmos y pausas que coleccionan los niños, los locos y los poetas, ese lenguaje secreto de los enamorados que los sonroja cuando es descubierto por un tercero. Esos sonidos al servicio de nuestros sentimientos que espantan a los seres racionales, discursivos, ahítos de silogismos, como ese chasquido de lengua que mi madre hacía cinco veces para expresar cariño, que para mi sorpresa encontré en una niña paceña que me miraba a los ojos y quería decirme su bienestar con ese chasquido.
Quizá por eso se refugiaron en las rondas infantiles: tin marín de dó pingüé, cúcara, mácara, títere, fue. Una dona trena cadena zamba loca chitoj chataj puf.
Las palabras fueron creadas por los hombres o dictadas por Dios para designar las cosas; pero designarlas es clasificarlas, ordenarlas, ponerlas en su sitio, cuando la realidad real es desordenada y caótica, como nuestra imaginación. Quizá por ello nos ha quedado la sospecha de que antes existía un lenguaje adánico, que nombraba las cosas con sonidos, chasquidos y gruñidos, o con silencios; y por eso no nos resignamos a que las palabras tengan obligatoriamente un sentido, e inventamos el surrealismo como una búsqueda desesperada del sinsentido. O vino el humorista a decirnos que si diez millones de monos teclearan durante diez millones de años en diez millones de máquinas de escribir, alguno de ellos acabaría por escribir el Discurso del método. En fin, lo siguió el sofista que propuso un juego de letras parecido a un juego de dados: arrojándolas al azar infinitamente, acabaríamos por componer la Ilíada ¡como si sacáramos una dormida!
A la caja caja cantaba la rana / Sacaba Tarata Pacata ja ja… Como dice Reyes: todos, a sabiendas o no, llevamos una jitanjáfora escondida como alondra en el pecho. Hay tantos géneros de jitanjáfora, que tienen tantas inutilidades… Están, por ejemplo, las palabras de conjuro: abracadabra / pata de cabra… O las amenazas veladas: Wiska tatay. O las palabras ritmo: sesta ballesta. O las de puro azar: el cuento del gallo nigüento. O las onomatopeyas: Cucurrucucú, paloma. O las invertidas, como la que me cantaba mi hija Raquelita: El run run de la calavera / al que no juega se le da una cuera, cuando la versión original era "el run run de la carabela"…
miércoles, 23 de septiembre de 2009
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