jueves, 24 de septiembre de 2009

Un oficio de riesgo

Mi carnal Alfredo Medrano decía que el periodismo es un oficio de riesgo. Se había formado en el ejercicio diario, sin estudios académicos, y conocía la dosis de adrenalina, de hipercloridia, de café, de tabaco, de gases, de explosiones, de alcohol y de encierros que demanda la práctica del periodismo.

Vargas Llosa hablaba de la neurosis propia del periodista: que en este momento está ocurriendo algo muy importante y que él no llegará a tiempo para informar. Son muchos los casos de enfermedades cardiovasculares y gástricas de los periodistas, debido al régimen cotidiano que no se compadece con el cuerpo: comida a deshoras y consumo de tentempiés para no sucumbir antes de que ocurra la noticia. Personalidades bolivianas como Sergio Almaraz, padecieron úlceras que los doblaban de dolor, debido a las preocupaciones propias del periodismo.

Alfredo había crecido física e intelectualmente en las viejas redacciones de los periódicos, en las cuales había una nube letal de tabaco y varios pocillos de café que acompañaban la tertulia graciosa e inacabable de los cultores de este oficio.

A ello hay que añadir el tiempo cíclico de los suplementeros, que conozco bien porque edité varios suplementos. Ahora todo se arma en pantalla y uno entrega las cosas antes de las 6 de la tarde, hora mágica en la cual la redacción se cierra y aparecen los duendes de la noche. Antes había que compartir una vida con esos duendes, porque las notas y el diagrama se entregaban escritas a máquina hasta las nueve. Esas notas eran picadas en cintas amarillas que luego pasaban por una reveladora y se convertían en cintas del tamaño de las columnas. Entonces uno podía seguir el armado que era a pura mano, pegando las columnas enceradas por el reverso en una cartulina blanca del tamaño de la hoja del suplemento. Este proceso podía durar hasta las dos o más de la mañana, pero se iniciaba alrededor de la media noche, de modo que había un tiempo entre las 9 y las 12 que había que pasar en algún local cercano, generalmente a orillas de una buena provisión de cervezas.

Al día siguiente, uno no aguantaba el impulso de correr de madrugada a la prensa para ver los primeros ejemplares un día antes de su circulación. Era como asistir al nacimiento de un hijo y conllevaba esa emoción propicia para el festejo. Tres días después, por lo general de pura francachela, había que volver a sentar cabeza y comenzar a trabajar el próximo número, y así y así todas las semanas.

García Márquez cuenta que en sus años de periodista descubrió que sus horarios coincidían con los de las putitas, que fueron sus mejores compañeras de vida. Se describe en esos años como un individuo flaco y pálido como un vampiro.

Juan Carlos Gumucio, un gran amigo y maestro del periodismo, había trabajado muchos años como corresponsal de guerra en los conflictos más serios del pasado medio siglo, entre ellos la guerra del Líbano. Este oficio de redoblado riesgo había despertado su verdadera vocación por la adrenalina, elogiada por los grandes corresponsales del mundo, en varios idiomas. Porque Juan Carlos podía estar en un refugio cercado por bombardeos y no perdía el buen humor. Nos acompañó en sus últimos años, pero como muchos periodistas murió en la víspera.

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