miércoles, 23 de septiembre de 2009

La ventura de ser cocinero

De los cientos de oficios que son un yugo obligatorio para ganarse la vida, hay uno en especial que me atrae cada vez más, como atrae a medio millar de estudiantes de INFOCAL: es el oficio de cocinero.

Hace poco le decía yo a mi hija Camila que es muy hermoso ser cocinero, porque se te avivan los sentidos y la imaginación. Se te abre el paladar a todos los sabores, aromas y colores, y creces como ser humano porque estás en contacto con la fuente de la vida.

Esto de crecer como ser humano es la sustancia misma del arte, pues no concibo un gran artista con alma mezquina, mediocre o saturada de sentimientos innobles como la envidia o la avaricia.

La mirada de un cocinero, su alma entera, está puesta en algo vital y valioso: el gusto, el disfrute, el placer. Por eso es que frente a un cocinero el político deja atrás sus ambiciones y el hombre de negocios sus problemas; el obrero, el taxista, el campesino aman y respetan al cocinero o la cocinera que aman su oficio y por eso han acuñado una máxima moral que es de observancia más frecuente en los humildes que en los poderosos: jamás se debe morder la mano que te da de comer.

Frente a una buena mesa, el rico y el pobre, el religioso y el seglar, el militar y el civil, el policía y el pillo, el hombre y la mujer, el hijo y el padre hacen un alto para sentir, saborear y echar vuelo a la imaginación y a la memoria, porque una buena comida seguro que convoca recuerdos felices, y además, es imposible comer bien y convocar recuerdos amargos. Eso no contiene. El buen comer corrige el ph ácido, disipa agruras y vinagreras, deleita al paladar y provoca gratas secreciones de slaiva y de jugos digestivos. Los buenos sabores son propicios a la conversación risueña, al buen humor, a la música y al amor. Al menos entre nosotros, los criollos, primero se come bien, luego se bebe bien y sólo entonces se inicia el baile.

Quizá por estas razones he buscado llevarme los menús de los mejores restaurantes que he visitado y los tengo en mi casa, aunque nunca sé dónde están cuando los necesito. Pero encontrar uno y leerlo es recordar un momento feliz, nunca triste. Allí está el testimonio de la cena íntima con la amada, el recuerdo del platillo que ella pidió, de su sonrisa encantadora mientras comía pequeños bocados, o la huella de su lápiz labial en el borde de la copa de vino y en esa servilleta que guardé furtivamente como un recuerdo imborrable. En esa otra carta está la memoria de la fiesta de camaradería, de las risas, ocurrencias y frases felices que puedo revivir con timbres casi olvidados. En fin, en esa hoja colorida está la memoria de esa cena solitaria, con un libro abierto de grata lectura o con el libre navegar de la imaginación apenas perturbada por el ruido de los cubiertos.

Siempre he pensado que la cocina es la base fundamental de la cultura y un arte mayor. Un arte además que abre las puertas de la percepción a otras artes, a lo que quieras, con los cinco sentidos más esas facultades que no ejercitamos, como la intuición, la imaginación, la premonición y hasta el lenguaje de los sueños.

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