Historia del lápiz y la pluma de escribir
Me parece injusto que yo, mísero mortal, escriba en este teclado tan fino mientras el Profeta escribió el Corán en omoplatos de carnero y Dante tomó apuntes para La Divina Comedia en tablillas de cera y San Agustín escribió su Civitas Dei en papiros.
Hace un par de días la prensa publicó una crónica sobre un manuscrito de miles de años, que es el más pesado, grande y voluminoso, y sus páginas, que son pergaminos, sumaron las pieles de 175 bueyes.
Un capítulo todavía vigente de esta leyenda es la historia del lápiz. Poetas como el cubano José Lezama Lima se deleitaban escuchando, en el silencio de trasnoche, el rasguido leve del lápiz en el papel donde escribían sus poemas. El inventor del lápiz era francés y se llamaba Jacques Conté. Lo fabricaba usando una mezcla de grafito, polvo, greda y arcilla. Se comprimía la mezcla en varillas delgadas, llamadas minas, y se las hacía calzar en ranuras talladas en una madera. Una vez calzadas, se buscaba otra mitad de madera para juntarla a la anterior, aprisionando la mina del lápiz, procedimiento que se usa hasta hoy, pero ya no a mano sino en máquinas sofisticadas. Las minas de lápiz tienen secretos muy bien guardados, que son el orgullo de grandes fábricas como Swan o Faber Castell.
Se dice que este invento precedió en un siglo a la pluma de ganso. Las plumas de ganso debían tener en la punta un corte cuidadoso al sesgo hecho con una pequeña navaja que hasta hoy se llama "cortaplumas". En las cancillerías había expertos en cortar plumas, y su misión era aprontar cientos de éstas para uso de los amanuenses de turno, que al mismo tiempo eran calígrafos. La Enciclopedia Británica dedica un jugoso artículo a la clasificación de caligrafías a lo largo de la historia.
La pluma de acero –la "pluma cucharita", de la cual habla con nostalgia Julio Cortázar--, comenzó a ser producida en serie en 1826, cuando un inventor llamado Masson diseñó una máquina muy ingeniosa. Hasta entonces, las plumas de ganso habían sido utilizadas durante mil años. Las plumas-cucharita tuvieron vigencia hasta la invención de la "plumafuente". Los de mi generación usamos todavía en la escuela estas plumas, con las cuales trazábamos rasgos finos y gruesos, llamados "caligrafía inglesa". Debíamos ir al colegio con un canuto para calzar las plumas y dos colores de tinta: roja y azul, con los consiguientes estragos que provocaba el tintero caído en nuestros cuadernos y nuestros mandiles blancos.
Mientras estuve en La Paz, fui con frecuencia a la Librería Gisbert, donde me prometieron buscar en sus depósitos, a ver si habían quedado plumas y canutos. Lamentablemente se agotó el stock. ¿Quién no guardaba, por entonces, estas delicadas plumas en su estuche de colegio? ¿Quién no lamentó que la punta se doblara por alguna travesura? ¿Quién no exhibió las más finas que se compraban en las mejores librerías? Las tareas de entonces demandaban un cuidado extremo para no volcar el tintero, y el uso de papel secante para que la página húmeda no manchara el trabajo. Pagaban los dedos de la mano, siempre manchados de tinta, esa sustancia ominosa, a diferencia de las teclas inmaculadas que en este momento utilizo.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
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