La memoria y la escritura
Eloy sopló su hálito caliente en esos dedos ateridos que sobresalían de los guantes de lana. Ni la manta que cubría sus pies ni el pesado abrigo de piel de oso podían sustituir la falta de fuego en esa estancia tan grande donde Eloy trabajaba junto a la ventana para tener más luz y ayudarse así a escribir sobre el pergamino.
Le habían dado como tarea copiar la vida piadosa de San Sebastián, patrono del monasterio donde Eloy residía desde su adolescencia; pero, secretamente, usaba un pergamino sí y otro no para recordar lo que le había contado el ermitaño, que vivía en el bosque, cruzando ese mar de nieve, sin más abrigo que el burdo hábito con el que había cubierto su cuerpo hacía veinte años. Se llamaba Eloy, y le había hablado de los milagros de la memoria, de la magia de la escritura y del origen de los libros.
Con ese frío, tendría tres o cuatro horas para alternar el trabajo con el placer. No descuidaba la copia de los milagros de San San Sebastián porque eso le valdría perdón e indulgencias por sus pecados; pero en secreto cometía un pecadillo más: el de escribir un libro profano, más bien una memoria corta del torrente de recuerdos que había volcado el ermitaño Anselmo.
Todo había comenzado cuando lo visitó para pedirle una provisión de pergaminos y de tinta. Cada que podía, Eloy le llevaba cueros de vaca que el ermitaño alisaba tan pero tan finos que cabían en una cáscara de nuez. Precisamente en una nuez tenía parte muy larga de la Summa Teologica y en otra, las Confesiones, de San Agustín. Anselmo las exhibía al joven Eloy, sonriendo con su boca desdentada y recordando a Cicerón, que se vanagloriaba de tener la Ilíada y la Odisea precisamente en dos cáscaras de nuez.
Pero la fabricación de pergaminos no era, precisamente, su especialidad, sino la fabricación de tinta, porque recogía unos hongos adheridos a la corteza del castaño, los molía, los combinaba con sulfato de hierro y los mezclaba con goma arábiga, obteniendo así una tinta que dejaba apenas una sombra, casi una transparencia sobre el pergamino, que luego se volvía más oscura y más oscura, a medida que penetraba en la piel y se fijaba para siempre.
El abad sabía del contrabando de cueros y de la afición secreta de Anselmo por fabricar pergaminos, pero prefería ignorar esas pequeñas faltas debido a la calidad de la tinta del ermitaño, que servía a los copistas para rescatar el alma de los viejos papiros para convertirlos en libros sólidos, encuadernados en tafilete, con guardas de bronce repujado y todos ellos con las iniciales iluminadas por expertos iluministas.
Eloy se complacía en saber que había tiempo. "Hay tiempo", se decía cada vez que trazaba con primor cada uno de las letras apretadas del texto. Se complacía en inventar abreviaturas para ahorrar pergamino, aunque pensaba, con orgullo, que la piel era muy superior al papiro porque permitía escribir por ambas caras, y cortar un cuero entero de vaca en hojas rectangulares, de donde venían las denominaciones de los libros, pues usualmente se doblaba el cuero cuatro veces y así se obtenía los libros copiados in quarto; y a veces en ocho, y entonces, in octavo, y hasta dos veces in octavo, es decir, dieciséis hojas. Como se comprenderá, los libros más frecuentes eran los copiados in quarto.
Qué diferencia con el pergamino, que ya, es cierto, permitía trazar letras nítidas, redondeadas y bellas, pero jamás como las letras del pergamino, cada una de las cuales era un dibujo cuidadoso, moroso, reconcentrado, como una gema que guardara secretos inconfesables.
Anselmo le había obsequiado plumas de cuervo, según él más efectivas y durables que las de ganso, y le había hecho un largo discurso sobre la sabiduría humana acerca de la pequeña escisión que tenía en la punta acanalada, la cual dejaba pasar un hilo uniforme de tinta, más grueso mientras más se apretaba el borde de la pluma contra el pergamino. De este modo, Eloy podía practicar la vieja caligrafía clásica, que consistía en alternar rasgos finos con rasgos gruesos, costumbre muy elegante y muy apreciada por los lectores.
Allá, en el fondo de la biblioteca, Eloy había buscado, por curiosidad, las láminas de cera cuya ubicación le había sido transmitida por Anselmo. Eran unas viejas libretas de apuntes que ya se usaban en Roma y que, apenas una generación antes, usaban los novicios para tomar apuntes en las clases de Teología. Sobre esa fina capa de cera de abeja, los novicios trazaban signos con el estilete, que tenía punta afilada, o borraban sus errores con el otro canto, que era romo. Todavía se hablaba de aquel hereje que tomaba apuntes de Santo Tomás, pero por debajo de la capa de cera escondía una segunda capa donde escribía en secreto sus sueños licenciosos. Alguna aldeana que le concedió favores era la culpable de su extravío y ambos acabaron en la hoguera, donde también se fundieron las memorias lascivas del hereje.
Un escalofrío le recorría la espalda a Eloy cada vez que recordaba el episodio, pues ¿no cometía el mismo pecado al escribir un libro profano cuando su deber era copiar los milagros de San Sebastián? Pero el abad era un anciano indulgente y Eloy apenas sentía un miedo deportivo, apenas un estremecimiento de dolor y de placer de sólo imaginarse ardiendo en la hoguera, con sus memorias apretadas contra el pecho.
El ermitaño Anselmo, no obstante que proveía de materiales a los copistas no veía con muy buenos ojos la costumbre de copiar libros. Esto debido a que elogiaba los milagros de la memoria. No se cansaba de decir que, desde el principio de los tiempos, los libros eran seres de carne y hueso que habían desarrollado prodigiosamente la memoria y repetían las tradiciones de cada pueblo, unas veces contando y otras veces cantando.
Homero se sabía de memoria las historias de la guerra entre tirios y troyanos y las aventuras de Odisea, pero un día las escribió en papiros. Sí, en papiros fabricados en Egipto. Pero, vamos, ¿no era, acaso, ciego? ¿Cómo se había dado modos para escribir? ¿Dictándole a un copista? Eloy se estremecía de gozo al imaginarse trabajando de copista junto a Homero. Con qué fidelidad habría registrado las rapsodias de Aquiles y de Odiseo.
Anselmo le había hablado sobre la biblioteca vida de Itelio, un mercader que reunía en su mesa hasta 300 comensales; y sin embargo, no podía mantener conversación con ellos porque era un hombre inculto. Quiso su vanidad inspirarle un recurso ingenioso: escoger, entre sus esclavos, a los más sabios y encargarle a cada uno que memorizara una historia completa. De este modo, solía terciar en la conversación y entonces instruía a cualquiera de sus libros vivos que repitiera alguna cita alusiva. Los esclavos llevaban los nombres de los libros que habían memorizado. Uno se llamaba Ilíada; el otro, Odisea, en fin. Anselmo le contó también que la disposición de un anfiteatro era un recurso mnemónico para los actores, pues relacionaban cada episodio con una de las columnas o detalles y así no olvidaban sus papeles. Le contó que Demóstenes relacionaba los párrafos de un discurso con las estancias de una casa. El ingreso era el exordio, y así cada período se relacionaba con un cuarto, para no olvidarse de decir todo lo que se había propuesto.
Cada letra que trazaba era, en verdad, un dibujo que Eloy trazaba mordiéndose la lengua, con todo esmero. Sabía que alrededor del texto se movían cientos de diablillos buscando la forma de distraerlo para ocasionarle una equivocación. Lo que más temía era un accidente bastante común: que los diablillos empujaran el tintero y el trabajo se manchara irremisiblemente. ¡Con lo que costaba conseguir pergaminos y tinta; y con lo moroso que era escribir!
No faltaban devotos que donaban pergaminos al monasterio pidiendo rezos por la salvación de su alma. Particularmente los comerciantes que viajaban al Oriente, guardaban, entre sus tesoros más preciados, tinta china y pieles de Pérgamo destinadas a monasterios y conventos, donde los monjes se encargarían de orar por la salvación de esas almas que se aventuraban hacia el confín del orbe conocido y aun más allá, hacia lo ignoto. Esas pieles y esa tinta era repartida con avaricia a los copistas; pero Eloy había remediado el problema visitando asiduamente al ermitaño y aprovechando para escuchar sus historias.
¡Claro! ¡Por eso se llamaban pergaminos! Poco antes de su invención, se escribía en papiros, que eran un entretejido de fibras de un junco abundante en el Nilo; los faraones ya habían restringido la provisión de papiros a los países del Mare Nostrum y la veda empeoró cuando los árabes dominaron el Egipto por más de un siglo. Pero, frente a la biblioteca de Alejandría, abundosa en papiros, se alzó Pérgamo con sus artesanos del cuero que inventaron el pergamino. Había pergaminos de tres clases: el llamado papel de Augusto, en homenaje al emperador, el más fino; el papel de Livia, esposa de augusto, y el papel de los comerciantes, el más burdo. En ese orden decrecía la pulcritud de los signos, pues los comerciantes daban empleo a registradores de cifras que hacían el inventario de las cargas de trigo y de cueros y de otras mercancías que almacenaba el faraón o los ricos comerciantes.
Los papiros eran frágiles y se conservaban en rollos. Cientos de papiros hacían un libro. Algunos de ellos tenían hasta cien metros de largo y eran enrollados en primorosos cilindros que los lectores sostenían con la mano izquierda, mientras desenrollaban con la derecha. Un descuido, un picor de nariz, y el texto se enrollaba de nuevo. En cambio, el pergamino era propicio a la lectura tan sólo con el recurso de cortarlo en láminas rectangulares que se cosían en libros.
Cada signo es un dibujo, se decía Eloy jugando con la lengua, pasándola por el borde de los labios y registrando en la dentadura los restos de la mazamorra de trigo y la hogaza de pan con vino que había desayunado. Se esmeraba en dibujar la A y recordaba que Anselmo le había dicho que originalmente el signo se escribía invertido y así se veía mejor que era la primera letra de la palabra "toro": el signo aleph, de los hebreos. Pero ¿dónde y cómo habían nacido las letras?
Así como la memoria y la narración oral antecedieron a la escritura, así el dibujo precedió al alfabeto. Es más: en el principio fue el dibujo y el dibujo se convirtió en alfabeto. Anselmo había dibujado en la arena un cuadro en el cual se explicaba el linaje del alfabeto griego y del latín, partiendo del alfabeto egipcio, que había sido el más antiguo: el padre de todos los alfabetos.
En ese instante, Eloy escuchó unos pasos cansinos en la estancia vecina y reconoció la presencia del abad. Ocultó rápidamente el pergamino sobre la historia de los libros y alistó aquel otro en que narraba los milagros de San Sebastián. Se persignó por las dudas y prometió un acto de contrición por su pecadillo, pero secretamente se propuso dibujar aquella misma noche el cuadro que el ermitaño dibujó en la arena.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
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