Una persona joven ama la vida, se la encuentra en todas partes. Le gusta sumergirse en el río de la vida y nadar o flotar, a su aire, gozando de la caricia del agua y de la tibieza del sol en el rostro. Le gusta armar barullo, reír, jugar a la pelota y mover el cuerpo como si volviera, gozosa, a la vieja existencia feliz de un protozoario, de un pez, de un cachorro de león; como si recuperara el cabrioleo alegre de un espermatozoide o la jubilosa espera de un óvulo. Esto es lo que define a quien ama la vida: desnudarse y arrojarse sin vacilación al corazón del torrente.
Por contraste, el que nació para escritor prefiere observar desde la orilla; sentarse en la arena para ser testigo del acto de inmersión gozosa de los otros en el torrente. Desde su inmovilidad crítica, observará esos cuerpos, les añadirá o quitará kilos y formas; borrará sonrisas que le molestan y acentuará otras que le caen graciosas; silenciará voces ruidosas y subirá el volumen de las que no se dejan sentir; recogerá palabras felices y corregirá diálogos que no le gustan. ¿Y todo para qué? Para practicar luego el vicio solitario de escribir alejado de la vida, oculto de los otros, a la luz mortecina de un candil o frente a la pantalla cartuja de una computadora. Se refugiará, para cometer pecado de soledad, allá donde no lleguen las voces de los otros, la alegría de los otros, la vida de los otros.
Suponiendo que la cruz de ceniza en la frente haya recaído en un varón, ¿qué mujer querrá compartir su vida con alguien que teme sumergirse en el torrente, y peor aún, con alguien indiferente a la euforia de su pareja que lo espera ávida de vida mientras él se refugia en el retiro trapense de la escritura?
Como el viejo holgazán ruso, el escritor dirá: "Odio la vida, me la encuentro en todas partes". No odia la vida que viven los demás: odia que la vida se cuele por los resquicios de su existencia gris. ¿Un partido de fútbol? ¿Un baile? ¿Una excursión de aventura? ¡Que no jodan y lo dejen tranquilo con sus libros, sus lentes, su pluma o su computadora! Que otros desafíen al tigre, a la velocidad, al torneo, a la justa, al peligro; él a lo único que le teme es a la página en blanco, y la única caza que practica es la de lugares comunes, aunque también suele domesticar frases felices.
A veces mitigará su gesto de reserva y se aproximará a la orilla del torrente, tan sólo para meter el dedo gordo del pie y retirarlo cruelmente herido por el agua clara, fría, fresca. Pero incluso si ejercita un clavado y nada con energía, es seguro que no lo hará como los otros, para quienes nadar o clavarse en el agua son cosas simples. No. Él se desdoblará en dos: uno que se clava y nada y se agita y grita con euforia; y otro que se quedó en la orilla para juzgar y contemplar esas cabriolas con ojos críticos.
Los otros sonríen a los otros; lo hacen sin cálculo, sin pensarlo; en realidad segregan alegría con la inconsciencia con que traspiran o lloran o respiran. Él, cuando sonríe, es el que sonríe y el que observa a quien sonríe. Esto lo podemos comprobar cuando él se muestra afable y de pronto se encuentra con un espejo. ¿No es verdad que deja de sonreír en el acto?¡Se ha encontrado con el otro, que lo está observando, que le critica la ridiculez de ese acto de desnudar los dientes! Vuelve al semblante adusto, sombrío, no obstante que sabe que, en este caso, el otro ¡es él mismo!
jueves, 24 de septiembre de 2009
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