domingo, 27 de septiembre de 2009

El resuello de los libros




No entiendo cómo pude amontonar mis libros en un depósito durante ocho meses, abriendo apenas la puerta para que se ventilen. Al fin pude rescatarlos y desplegarlos en un departamento que escogí por sus altas paredes. Todavía están desparramados como cadáveres en un campo de batalla, pero buena parte de ellos han ganado sitio en los estantes y me observan como espectadores de tribuna.

Me gusta llegar de noche y antes de encender la luz sentir su olor característico. Yo diría que no sólo huelen: respiran, resuellan. Las paredes altas les permiten repantigarse a sus anchas, y aun los que se paran ordenados en los estantes parecen ciudadanos erguidos cantando un himno a la alegría.

Me he preguntado por qué hace una semana que tengo insomnio. Le he atribuido mi falta de sueño al rencor de mi colchón que también estuvo en depósito. Supuse que se negaba a sentir mi humanidad y me alejaba el sueño; pero sospecho que más bien son los libros que hacen vigilia mientras yo procuro dormir. Tantos y tantos personajes aprisionados entre sus páginas, ávidos de que algún lector piadoso les dé vida posando sus ojos en los renglones, tienen que desvelar hasta a una marmota o a un peregrino descalzo luego de un fatigoso viaje. Siento que se agitan en la oscuridad y esperan ansiosos que al menos mis ojos les den vida, así sea hojeándolos a mi aire, con una curiosidad desmañada, en busca cuando más de alguna frase subrayada.

Esos personajes intuyen que de cada uno de esos libros no pueden salir, a no ser por la línea aérea de la memoria del lector. Si el lector les presta sus ojos y su memoria, ya no estarán encarcelados, ya no yacerán como en un cementerio: agitarán la memoria de quien los lea y nutrirán su conversación sugiriendo sentimientos nuevos y pulsiones jamás estrenadas.

¡Cómo sufren los libros en los traslados! Parecen convictos apiñados en vagones de carga rumbo a campos de concentración. Pero hay esperanza en ellos, pues no saben adónde irán a parar. Unos acaban deshojados y convertidos en papilla que a su vez será prensada en rollos de papel higiénico. Quevedo diría que de adorno de los ojos de la cara pasan a ser utensilio del ojo cíclope del culo. Otros aguardarán pasar de mano en mano en las librerías de libros usados, intuyendo, melancólicos, cómo regatean precios, como si se tratara de esclavos rendidos o acémilas de mala dentadura. Pero a veces los acoge un ambiente fresco, no importa si soleado, pues aun en la penumbra son felices, con tal que a la luz de una lámpara, o de un candil, un par de ojos recorra sus páginas y devuelvan vida a sus personajes.

Un libro huele delicioso; dos, tres, diez, acentúan su bouquet. Pero cientos de libros en un departamento no sólo huelen: ocupan. Uno se siente viviendo en una “casa tomada”; paseando la propia soledad entre multitudes. Tan sólo de imaginar cuántos personajes hay encerrados en esos libros, uno podría pintar nuevamente esos murales de la Revolución Mexicana con decenas y decenas de rostros reconocibles. Allí Oliveira intuye que la Maga no existe, y aun así se pregunta si podrá encontrarla; Aureliano Buendía va una y otra vez de la mano de su padre a conocer el hielo y Don Quijote, con una bacinica de barbero por yelmo y un viejo leño por lanza sale, en uno y otro viaje por La Mancha.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Una profecía sobre el 11/S





Thomas Merton, monje trapense y poeta, guía espiritual de Ernesto
Cardenal, escribió en 1947 un poema estremecedor titulado “Figuras de
un apocalipsis en las ruinas de Nueva York”, en el cual parece revivir
las revelaciones de los profetas bíblicos al anunciar casi medio siglo
antes el derrumbe de las Torres Gemelas. “¿Cómo han caído, cómo están
ahí tumbadas / esas torres de hielo y acero grandes y fuertes /
derretidas por qué terror y por qué milagro? / ¿Qué fuegos y luces,
con el odio blanco de / una sentencia súbita, hicieron derramar / esas
torres de plata y acero?”, escribe Merton, como si hubiera adivinado
el atentado del 11/S.
El poema dice lo siguiente: “Más pálida que la cara de una actriz
está la luna. / Hemos escuchado su lamento en la hiedra marchita /
sobre puentes dentales,– / en la hiedra marchita, destrozada, / que
ama hecha ventarrón en rehilete. / Más pálida que la cara de una
actriz / está la luna, y por ti llora, Nueva York, / buscándote entre
escombros de puentes, / y se agacha para escuchar al falso bronce / de
tu voz sofisticada / ¡cuyos cantos ya no se escuchan! / ¡Qué quietud
ha llegado tras la oscura noche! / después de que las flamas desde las
nubes / calcinaron tus dientes con caries, / y cuando esas
luminosidades lanzaron / las negras ebulliciones de Harlem y el Bronx
/ derramaron a los prisioneros permanentes / (las decenas y veintenas
de vivos) / sobre las frondas de los árboles de Jersey / de verdosos
ranchos, para encontrar la libertad. / ¿Cómo han caído, cómo están ahí
tumbadas / esas torres de hielo y acero grandes y fuertes / derretidas
por qué terror y por qué milagro? / ¿Qué fuegos y luces, con el odio
blanco de / una sentencia súbita, hicieron derramar / esas torres de
plata y acero? / Tú, cuyas calles han crecido por entre rejas, /
Arraigadas en Bowling Green arraigadas a golpes / en Upper Bay: /
¿Cómo estás desnudada, hoy, hasta tu esqueleto? / ¿Qué cambió tu carne
viva por carne muerta? / ¿Dónde está el fulgor de tus licencias
obscenas? / ¿Oh, dónde están tus niños en la tarde del domingo / uno a
uno baleados desde las sombras de la Paramount? / Las cenizas de las
torres aplanadas siguen
remolinando con adornos de humo, mientras velan / en tus exequias, y
con el tufo de la incineración / escriben, entre rescoldos, este tu
epitafio: / “Aquí existió una ciudad
que se vestía con dinero de papel. / Vivió cuatrocientos años con
monedas / de níquel circulando por sus venas. / Amó las aguas de los
purpúreos siete / mares y ardió / en su propia verde bahía más grande
/ y más blanca que la de Tiros. / Fue grosera como un taxi. Con sus /
altos tacones algunas veces sus ojos / se vieron azules como la
ginebra, / y durante toda su vida los clavó en / los corazones de sus
seis millones de pobres. / Ahora ella murió entre terrores de / una
repentina contemplación –Ahogada / en sus aguas de un manantial
envenenado.” / ¿Podremos consolar a las estrellas ante / la larga
sobrevivencia de esa perversidad? / Mañana y un día después nacerán
pastos / y flores en el seno de Manhattan. Pronto / en el lugar de las
sucias ventanas se / mecerán las ramas de nogales y sicomoros / –Las
hiedras y los viñedos derrumbarán / las frágiles murallas. Las
fachadas de / piedras grises quedarán enterradas en / la frescura y
fragancia de las flores. / La rosa silvestre y el manzano / florecerán
en los / barrancos silenciosos / de la ciudad. / En las cornisas de
viejos departamentos / habrá nidos de palomas y panales. / Las aves
cantarán sobre espinos asoleados / donde estuvo la Park Avenue. Y en
el lugar / del Central Park habrá un cerrito / arracimado por dulces
oscuros pinos. / Piensa que habrá algún campesino deshierbando / el
bosque para sembrar un acre de milpas / que se verán como estandartes
en las colinas / sobre el campo de Harlem. ¿Vendrán / los cazadores a
explorar las campiñas vírgenes / de Broadway buscando linces y
venados? / ¿O algún ermitaño, escondido entre abedules, / con los
ladrillos del palacio municipal / construirá su ermita cuando todos
los / subterráneos se vuelvan arroyos y riachuelos / con peces
fluyendo bajo el sol y en silencio / hacia el Battery sembrado de
cañas? / Pero la luna, hoy, luce más pálida que una / estatua. Se
asoma cargando una lámpara entre / árboles de hierro en esta
Hespérides arrasada. / Bajo esa luz, en las cuevas que alguna vez /
fueron escollos y teatros, gente greñuda viene
a jugar– / Y creemos oír el canto de las esfinges con eco / entre las
rocas de Wall Street y Pine Street. / Nos quedamos llenos de miedo y
más mudos que / las estrellas que caen cojeando en aguas mutiladas. /
Más mudos que la madre luna, blanca muerte que / vuela y escapa
cruzando la aridez de Jersey. La versión es del poeta mexicano José
Vicente Anaya, así como esta nota introductoria publicada en La
Jornada Semanal, del DF. Thomas Merton (1915-1968) a finales de 1941
decidió ingresar a la orden monástica de los cistercienses (más
conocidos como trapenses), en la Abadía de Getsemaní, Kentucky,
Estados Unidos. Años más tarde haría los votos para consagrarse como
monje sacerdote y llegó a ser maestro de novicios en dicho monasterio,
enseñando teología, filosofía y literatura. Antes estudió en Cambridge
y vivió varios años en la atmósfera intelectual y bohemia del Villege
de la ciudad de Nueva York mientras daba clases de filosofía en una
escuela de educación media.
La cantidad de libros que Thomas Merton publicó es abundante, en
español pueden contarse más de veinte títulos, algunos de ellos: Amar
y vivir, Humanismo cristiano, Ishi significa hombre, Acción y
contemplación, El hombre nuevo, Reflexiones sobre Oriente, El Zen y
los pájaros del deseo, Nuevas semillas de contemplación, Paz personal
paz social, Amar y vivir, El camino de Chuang Tzu, etcétera.
Acerca de sus ideas sobre lo que es una ciudad, alguna vez Merton
escribió: “Las primeras ciudades del continente americano fueron
centros de celebración. Eso eran, por ejemplo, las primitivas ciudades
mayas de Guatemala y la ciudad zapoteca de Monte Albán, en México.
Ciudades muy antiguas de entre los años 500 y 300 aC , contemporáneas
de las ciudades-Estado de Grecia. Las primeras ciudades mayas y el
centro zapoteca de Monte Albán no eran capitales imperiales. No tenían
ejércitos. No tenían reyes. No conquistaron a nadie. Si había luchas
era a pequeña escala. La ciudad no había sido construida por la guerra
y la conquista. El dinero no existía. La ciudad fue construida por el
pueblo, no para un rey, no para una pandilla de generales sino para
ellos mismos; era un lugar de celebración.” ¿Nueva York alcanzaría ese
rango civilizado para la celebración? Merton conoció muy bien la
ciudad de Nueva York. Después de seis años en el monasterio, caminando
por dicha ciudad tuvo esta visión del futuro que escribió en forma de
poema y que aquí presentamos.

La mujer más hermosa del mundo

La belleza femenina (quizá también la masculina) es una manifestación
sobrenatural que nos hace enmudecer. Acata la hermosura, dice José
Emilio Pacheco, un verso que se me viene cada vez que me topo con esos
bellos avatares de Helena de Troya o de Angeline Jolie, como me
ocurrió en Oruro, según paso a contar.

El año 1979 viví un largo pero cálido invierno en la tierra del
poderoso San José. Cálido por los amigos, parientes y compañeros que
me hicieron leve la vida. Silvia Mercedes Ávila me había alquilado la
casa de su papá, el insigne poeta Antonio Ávila Jiménez, en la esquina
Belzu y Vásquez, donde teníamos un patio enorme, que servía para poner
la mesa del almuerzo dominguero allí donde el sol caía a plomo, para
irla recorriendo hasta la pared del fondo, y recibir hasta el último
rayo del crepúsculo. Este deporte de fin de semana tenía huéspedes tan
conspicuos como Alberto Guerra Gutiérrez, con quien desagotábamos
(como decía mi carnal Alfredo) una y hasta dos damajuanas de vino.

Otro gran amigo de entonces era Xavier Martínez y su esposa Marta
Barba, compañeros valerosos en esos días de lucha por la apertura
democrática. Los recuerdo porque allí ocurrió la anécdota que voy a
contar.

Resulta que una mañana soleada fui a visitarlos en ese piso de segundo
nivel donde vivían, cuyo mayor encanto era un balcón enfarolado con
calamina plástica que difuminaba un delicioso calor. Ingreso a la casa
y lo primero que veo es el perfil ondulante de la mujer más hermosa
del mundo, que tomaba sol en bikini con la mirada dura y perdida como
la de un león. Su piel teutona comenzaba a broncearse, sus cabellos de
oro brillaban con la intensa luz, sus ojos transparentes de tan claros
miraban sin ver un punto fijo.

Ya me iba a acercar para saludarla cuando mi buen amigo Xavier me tomó
del cuello y me disuadió con un empujón hacia la cocina. Entonces me
contó lo que le había ocurrido a la bella huésped alemana. Noche antes
había tomado pieza en un alojamiento. El conserje y el empleado no
tuvieron empacho en tocarle luego la puerta para abusar de ella, pero
la bella alemana les dio una tunda mortal porque era cinturón negro.
Ambos tíos la denunciaron a la policía y dos guardias se la llevaron
para que pasara la noche entre rejas. La cosa es que los dos pacos
quisieron colarse a su celda y recibieron también su merecido. Así la
muchacha pasó la noche en vela resguardando su honor hasta el nuevo
día, en el cual recién pudo salir a llamar por teléfono a los únicos
amigos que tenía en Oruro, que eran Xavier y Martita. Ellos la habían
rescatado minutos antes y la habían invitado a relajarse tomando sol
en el balcón.

Si en esas circunstancias yo me acercaba con aires de galán, buena
tunda me hubiera llevado, pero gracias a mi amigo Xavier, a quien le
decimos El Wawa, resigné, yo diría que afortunadamente, la peligrosa
posibilidad de conocer a la bella alemana.

Conciencia del cuerpo

Durante mi adolescencia dominaba buena parte de los ejercicios en
aparatos. Hacía sacapechos y saca-aletas en las paralelas, subía a la
barra sin dificultad y hacía algunas suertes en las argollas, pero
nunca pude admitir siquiera pararme de cabeza. Por eso nunca pertenecí
al equipo de atletismo. Y sin embargo era un flaco extremo. Recuerdo
que una vez casado, y cuando ya había nacido mi hijo Ariel, incluso
cuando ya nació Manuel y ambos caminaban, los llevé al colegio y subí
a la barra, seguro de que podía hacerlo como tantas veces, y entonces
me sorprendió mi pesadez, pues no sólo no podía subir, sino que ni
siquiera podía levantar mis piernas, a tal punto se habían aflojado
mis abdominales. Yo creí hasta entonces que la habilidad física se
daba de una vez y para siempre, pero no tardé en desengañarme.

En 1970, yo pesaba 70 kilos; en 1980, 80 kilos; en 1990, 90 kilos. El
2000 me pasé hasta bien entrado el nuevo milenio, y no puedo dar
marcha atrás. Quisiera romper con esta inflación de tres dígitos.
Trato de justificarme diciendo que tengo un depósito a plazo fijo de
por lo menos 40 años, y que no podré gastar los intereses en todo lo
que me resta de vida. Digo que tuve un inflarto, que me inflé harto,
en fin, hago bromas conmigo mismo, pero no bajo de peso. Hasta hoy no
he tenido problemas cardiovasculares, pero alguna vez he considerado
la inminencia de ellas, sobre todo en mi última estancia en La Paz,
donde permanecí por siete años y me acostumbre a vivir solo. Cómo
bebíamos entonces, y cómo me negaba a admitir que el espíritu subía y
subía mientras el cuerpo caía de rodillas. Por entonces sentía el vago
temor de que en algún momento me fallara el corazón, pero ahora que
controlo mi presión alta y ya no siento el músculo como un conejo
asustado, ya no pienso demasiado en ello.

Hay tres cosas de las que felizmente no tenemos conciencia permanente:
la respiración, los latidos cardíacos y el tiempo. Si viviéramos
pendientes de esos índices, nos volveríamos locos. Respiramos sin
sentirlo, latimos sin sentirlo, transcurrimos sin sentirlo.
Recuperamos la conciencia unos instantes, pero casi de inmediato nos
salva la razón y nos sumerge en las aguas benéficas de la
inconsciencia. Pero este control se afloja en las noches de insomnio,
y entonces respirar, latir, transcurrir, se nos vuelve insoportable.

No sé si afortunadamente, pero vivimos olvidando que habitamos esa
nave que llamamos cuerpo. El cuerpo, decía Paco Umbral, es el
testimonio de nuestra soledad, de la soledad radical de nuestra alma.
Sin embargo, tratamos de ignorarlo, procuramos no tener conciencia de
él, lo usamos y abusamos.

José Antonio Arze publicó un folleto con instrucciones para escribir
autobiografías desde un punto de vista materialista dialéctico. Es una
propuesta interesante porque comienza por la conciencia del cuerpo,
que usualmente uno omite en sus memorias. Arze propone que primero se
haga un seguimiento minucioso de la biografía corporal, para pasar a
hablar de la influencia del medio, de la sociedad y la naturaleza, y
por fin el desarrollo espiritual. Como diría un amigo cambinga,
sumamente interesante.

Recuerdos de Alfredo




Mi carnal Alfredo promocionaba dos de sus ideas magistrales, las que
más influyeron en el imaginario de los cochabambinos: los coloquios y
las ferias gastronómicas. Los primeros eran organizados por Alfredo
con temáticas regionales. Eran gestos de nostalgia, para recuperar
usos y tradiciones que se iban perdiendo. Así recuperó la concertina,
instrumento ya en desuso, y el piano vertical, que antes no faltaba en
las chicherías. Él mismo compró uno para una quinta que abrió su mamá,
doña Conchita Rodríguez de Medrano, eximia cultora de la cocina
criolla. Esa fue su contribución a la sociedad que incluía a sus
hermanas. Cuando le pregunté cuánto le había costado el piano me
contestó que ocho coloquios: había convertido los coloquios en moneda
de curso legal y corriente. Claro, la cervecería Taquiña le auspiciaba
con cajas de cerveza que él vendía a sus hermanas y con el producto
financió el piano que todavía se conserva y suena.

En cuanto a las ferias, organizó la más fastuosa que vieran y
visitaran los bolivianos en toda la historia prehispánica, colonial y
republicana. Fue la I° Feria de la Cocina Regional que duró tres fines
de semana en el Campo Ferial Alalay. Fue un éxito por la afluencia de
multitudes, y contribuyó a rescatar platos ya desaparecidos, como el
uchuco aiquileño, que preparaba como nadie Lucy Pereira, una valerosa
y guapísima residente aiquileña en la capital. El uchuco preparado por
Lucy tenía cuatro colores de ajíes que rociaban carnes de pollo,
lengua, conejo y cordero, con guarniciones de papa, chuñuputi, frito
de cebolla verde y una llajua picante y sustanciosa.

Alfredo me había pedido que lo colaborara en la Feria y me consiguió
un stand, donde anuncié que ofrecería cocteles criollos. En la víspera
me di cuenta del despropósito, pues necesitaba hectolitros de jugo de
naranja, licuadora y otros ingredientes para cumplir mi propósito.
Pero por entonces se vendía una cosecha ejemplar de Singani
Guadalquivir, que distribuían dos amigos dilectos: el Bola Salinas y
Alberto Gasser. Visitarlos era ocasión de echarse al coleto un trago
de singan servido en la misma tapa de la botella, que era de capacidad
más generosa que las de otras marcas. Un tapazo te ponía de muy buen
humor y de allí salió la idea de servir tapazo al paso en la feria. Se
inició la feria y comprobé las bondades del negocio, porque me
acercaba botella en mano a un grupo, tomaba tapas entre mis dedos,
servía una ronda de tapazos y después cobraba a razón de 50 centavos
por mocha. Un cartel que escribí en el stand decía que la recaudación
era a beneficio de la Huérfana Virginia y para los mártires de
Trípoli. La gente pagaba riendo, y no faltó un buen muchacho cruceño
que me dejó el cambio de cien pesos: si era para beneficencia, él no
se quedaría corto.

El Bola y Alberto me habían regalado varias cajas de promoción, de
modo que casi todo era ganancia. Digo casi porque no ejercíamos
control alguno sobre el dinero recaudado, y los amigos, encabezados
por Alfredo, tomaban dinero de la caja común y se iban a saborear
platitos criollos y uno que otro tutumazo de chicha. Luego volvían
para tomar uno y otro asentativo, pues ahí estaban los cajones de
singani a merced de todos. Ya no hay singani Guadalquivir pero todavía
hay gente que se acuerda del tapazo al paso.

Anécdota sobre Trotsky





Arriba: Trotsky con David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. Abajo: El Ojo de Vidrio en la Casa Museo, México DF, 1990.
En 1990 se celebró el cincuentenario del asesinato de Trotsky, el jefe
del Ejército Rojo exiliado en México.
Recuerdo que me dirigí a la casa museo, donde se habían congregado los
troskistas más conspicuos del planeta, y allí oficiaba de anfitrión el
argentino-mexicano Adolfo Gilly, junto al nieto de Trotsky, un señor
gordito y fofo que parecía desprovisto de la energía de su ilustre
abuelo.

Como la casa de Coyoacán era estrecha y modesta, los organizadores
improvisaron un escenario en la callejuela lateral, sombreada por
frondosos árboles, y allí fue la ceremonia oficial.

Lo curioso es que también estaba invitado el embajador de la Unión
Soviética y, para mi asombro, fue un orador central debido a la
importancia del anuncio que hizo: la Academia de Ciencias de la URSS
editaría las Obras Completas de Trotsky. Los troskos se miraron como
diciendo: ¿no que no teníamos la razón? Exultaban de felicidad, como
los primeros cristianos el día de la Epifanía.

En verdad era un acto de justicia histórica, pues la famosa Academia
había editado libros de autores muy inferiores al gran Lev Davidovitch
Bronstein, que era un consumado escritor provisto de una mente
ordenada y analítica. Sin embargo, a las pocas semanas se derrumbó la
URSS y con ella la ilustre Academia, y la edición póstuma se frustró
para siempre.

Lo vi y lo escuché, incluso filmé la ceremonia, pero tiene un tono tan
irreal que alguna gente cree que la inventé. Allá ellos.

La Casa museo de Trotsky tiene mucho de irreal. Debido al acoso de sus
enemigos políticos, había hecho construir unas siniestras torretas de
vigilancia, y vivía en una habitación con puertas blindadas, como en
la bóveda de un banco. Sin embargo el asesino Jacques Mornard o Ramón
Mercader se valió de la confianza del nieto de Trotsky para ganarse la
confianza familiar y asestar el célebre picotazo que segó la vida del
gran luchador ruso.

Un trosko argentino hacía de curador y nos guió en la visita al museo.
Entre los libros de Trotsky había dos del boliviano Roberto Hinojosa:
El Tabasco que yo he visto y El cóndor encadenado, ambos dedicados al
pensador ruso. El curador nos previno que no tocáramos nada porque él
había recibido entrenamiento de supermercado y percibía de inmediato
si algún objeto había sido movido. Pero mi hermano Enrique no pudo con
su inveterada curiosidad y movió un vaso, y fue severamente
amonestado.

En el dormitorio donde mataron a Trotsky había varios ejemplares de la
prensa soviética, una versión inicial de grabadora en disco y unos
apuntes. El curador argentino decía que esos documentos habían quedado
tal como los dejó su dueño, pero agregó que había mañanas en las que
todo amanecía revuelto. Para acentuar la sensación de irrealidad,
comentó: Yo oficialmente son materialista dialéctico, pero esto... no
me lo explico.

Ser 28 o 41






Una convención popular hace que designemos con el mote de 28s a los varones de ademanes delicados y femeninos. Todo viene de un malentendido que se inició en la Guerra del Pacífico y nos quiso enfrentar al pueblo peruano, que celebra sus efemérides el 28 de julio. Es un mote injusto pero quedó, y con los prejuicios no hay razón que prevalezca.

Lo curioso es que en México hay una designación parecida, que es 41. Se llama 41 a ese tipo de varones desde un célebre allanamiento que inmortalizó José Guadalupe Posada en uno de sus grabados. La policía ingresó a una casa construida durante el Porfiriato, donde se habían congregado unos jóvenes que no necesitaban de señoritas para repasar el Kama Sutra. La crónica los contó y eran 41. Y así quedó dicha cifra como mote de los varones delicados.

En la década del 30, el boliviano Tristán Marof visitó México y se sorprendió de escuchar en todos los tonos la palabra “joto”, que era una forma de decir 41. Dejó ácido testimonio de su sorpresa y su burlona animadversión contra los 41s en el libro El México que yo he visto. Carlos Monsiváis conoció el caso e incluyó un artículo interesante en su libro "Amor perdido", donde se refiere a las diversas formas de represión que sufrieron los 41s en la historia mexicana. Allí incluye el caso de Tristán Marof y la respuesta del poeta Salvador Novo, un 41 convicto y confeso. Novo le dedicó un soneto del cual seleccionamos cuatro versos sin el menor comentario:

UN MAROF


¿Qué puta entre sus podres chorrearía
por entre incordios, chancros y bubones
a este hijo de tan múltiples cabrones
que no supo qué nombre se pondría?


Prófugo de la cárcel, andaría
mendigando favores y tostones;
no pudieron crecerle en los cojones,
en la cara la barba le crecía.


Bandido universal, como la puta
que el ser le dio, ridícula pipilla
suple en su labio verga diminuta.


Treponema ultrapálido, ladilla
boliviana, el favor de que disfruta
es lamerle los huevos a Padilla.

Esto de “que no supo qué nombre se pondría” era porque Marof en realidad se llamaba Gustavo Navarro.


Novo dejó una autobiografía secreta que es difícil de conseguir. Se llama La estatua de sal, una imagen eficaz de la mujer de Lot, que se vuelve para ver su pasado. En él cuenta con toda naturalidad sus hazañas sexuales, y su tendencia natural, que se manifestó en sus primeros juegos, cuando jugaba con su amiguito a que él era la mamá y le ofrecía su pecho. Es un relato descarnado, a ratos grotesco, pero valioso sobre uno de los grandes poetas mexicanos.

La represión a las personas por sus preferencias sexuales es antigua. Se agravó de alguna manera al recibir sanción “científica” con el psicoanálisis de Sigmund Freud, que veía cualquier variante de la heterosexualidad como una regresión a la infancia, como una perversión. Mayor fue el daño que hizo Freud a las mujeres considerando el orgasmo vaginal como único legítimo y proscribiendo el orgasmo clitorídico como una regresión. De este modo, el goce del sexo se circunscribía a la práctica genital, excluyendo cualquier otra variante que simplemente acariciara el clítoris. Hoy la ciencia sabe que la única sede del goce femenino es ese pequeño órgano.

Otra expresión muy mexicana es Ya la regaste, que la escuchamos frecuentemente en El Chavo del Ocho, por ejemplo. Quizá no la repetiríamos tanto si supiéramos su origen. Ocurre que la vieja ciudad de México no tenía alcantarillado y el dos se hacía en bellos bacines de porcelana, donde las damas posaban sus delicadas posaderas para descomer; y luego pasaba un servicio de recolección de desechos sólidos, que consistía en una enorme barrica que debía llenar un atribulado carretero. La barrica tenía un tarugo en el trasero que se destapaba para vaciar su contenido. Algunos muchachos traviesos lo destapaban sigilosamente y el contenido se derramaba al paso del carro. Entonces los vecinos le decían con razón: Ya la regaste.

jueves, 24 de septiembre de 2009

La vida en bicicleta




En memoria de Alfredo Medrano

Hace décadas que mantengo una relación conyugal con mi bicicleta; quizá por eso cuando otro la monta le hallo guiños, gemidos y meneos desconocidos que, naturalmente, despiertan mis celos. Y entonces entiendo a don Juan Gutiérrez, viejo portero del diario donde trabajé hace 20 años, que respondía con una frase olímpica a los prestamistas de bicicletas: “Cosas de montar, no se prestan.” Ni Horacio, en la cumbre del verso latino, lo hubiera dicho mejor ni con menos palabras.

Hasta aquí se vislumbra ya un conflicto: amo a mi bicicleta, pero tengo aversión por los ciclistas de prestado, que no son capaces de mantener la suya y andan prestándose o robándose la ajena. ¿Con qué hígado se puede prestar una criatura esbelta, de huesos huecos, como las aves, que se desliza a centímetros del piso sobre dos halos de aire? Tanto peor concepto tengo de los fletadores, que son macrós, cafishios, alcahuetes de este vehículo tan noble y volátil que, como las musas y las gracias, es de género femenino.

Los detesto en la misma medida en que ellos me detestan; pero lo peor es que a ratos siento la aprensión de que se han confabulado contra mí al punto de organizarse en un gremio que tiene desde señoritos a humildes albañiles. Percibí sus asechanzas el año 85, cuando adquirí una bicicleta deliciosamente flaca, con una elegante cornamenta de cordero divino que coronaba su estructura de avispa montada sobre dos delgadas ruedas. Era una de las primeras bicicletas chinas de carrera que relevaban la guardia de la sólida brigada inglesa que hizo las delicias de nuestros abuelos y padres. La montaba de la mañana a la noche y como una yegua amorosamente domada reaccionaba a mi peso con una velocidad constante y silenciosa, de cara al viento y apuntando la nariz como una proa de una nave de picaflores. Para no desentonar con su elegancia, me enfundaba en un buzo costoso y unas zapatillas de color. Así vestido ascendía el ligero repechón que hay en la carretera a Sacaba, del puente Siles adelante, cuando de pronto aparece a mi lado un albañil huesudo, con lamparones de yeso y coronado con una calatrava hecha con una bolsa de cemento. Montaba, erguido como un Quijote, una vieja bici maltrecha, con dos espigas por pedales, gomas llenas de mataduras, aros descentrados y casi desguarnecidos de radios; y sin embargo picó y en dos quínolas me sacó cien, doscientos metros.

Me resistí a creer que se trataba de una conjura, pero a la mañana siguiente, ya con el buzo sin etiquetas y los zapatos de color amoldados a mis pies, volví a la carga dispuesto a llegar a Chiñata sin relevos. No había avanzado un par de kilómetros cuando vi clarito que me esperaban en el cruce a Quintanilla y delegaban la misión secreta a un ciclista rengo, pequeño como un mono ciciro y encaramado en una bicicleta Caloi con asiento banana. Para mí que calcularon el contraste con el objetivo de redoblar la afrenta, porque el monicaco me empató, guiñó un ojo bizco y comenzó a sacarme irremediable ventaja. Y eso que mi bici tenía 14 velocidades mientras su pequeña bestia andaba sólo a la fuerza que daban sus pies.

La bicicleta en el ojo de Pérez Alcalá





¿Conocen ustedes al gran pintor Ricardo Pérez Alcalá? Él no me ha de dejar mentir porque conoce el alma y el esqueleto íntimo de las bicicletas, a juzgar por ese maravilloso lienzo recubierto con una fina capa de estuco que pintó con un motivo para mí familiar: es un páramo, digamos el altiplano, y en él corre una bicicleta que en realidad es un esqueleto de cabra, los cuernos por manubrio. Si le preguntan a Ricardo, les dirá que se inspiró en un episodio que lo sufrí y del cual fue testigo. Resulta que salía yo por enésima vez a la carretera, a esas alturas lleno de aprensión por el acoso de mis rivales, cuando se reprodujo la maniobra consabida: desde un recodo fue enviado a mi presencia un ser por demás extraño sobre una bicicleta espectral que parecía extraída del Purgatorio. ¡El tipo no tenía piernas, pedaleaba con las manos y sostenía el manubrio con los dientes! Como es de suponer, no sólo alineó a mi costado durante breves segundos, sino que me rebasó cumplidamente. Lo peor es que se dio el lujo de soltar el manubrio que mordía con toda la dentadura para volver la cabeza ¡y reírse en mi cara!

El asunto llegó a mayores cuando un gañán aprovechó que me paré a tomar un refresco para arrebatarme la bici y conducirla a una velocidad vertiginosa, de ida y de vuelta porque su intención no era robármela sino demostrarme que él sabía montarla mejor que yo. De rabia tomé un taxi y me privé del placer de manejarla durante un buen tiempo, reproduciendo mentalmente los gemidos desaforados que le escuché mientras la montaba otro.

Estos episodios se repetían con una regularidad demoníaca, como círculos infernales, hasta que una vez se me dio sorprender a un albaco en la bajadita del retorno de Chiñata. Lo vi y de inmediato piqué confiando en la esbeltez de mi bicicleta para hacerle morder el polvo de la derrota, cosa que conseguí pasando por su costado como un ave rapaz o una flecha ligera. Le saqué fácilmente trescientos metros, pero me tentó verle la cara y aflojé el pedaleo para esperarlo. Volví la cabeza y comprobé que pedaleaba trabajosamente para alcanzarme. Lo logró al fin y entonces medí la cruda dimensión de mi victoria cuando me preguntó: “Amigo, ¿conoce un hospital cerca?” Era un moribundo que tenía de un lado un frasco de suero glucosado y del otro medio litro de sangre que le goteaba en las venas. Como ustedes podrán suponer, a cien metros nos esperaba una murga que comenzó a reír a mandíbula batiente de mi pírrica victoria, mientras el moribundo trucho se quitaba los aparejos y saltaba ágilmente para unirse al coro riente.

La decepción fue tan grande que tuve que refugiarme en la noche, como un ciclista furtivo que buscara las calles más solitarias y oscuras y la complicidad de la luna y las estrellas. Pero uno nunca sabe dónde habita la poesía, pues resulta que en esos trances tenía que recoger un espejo de un metro de largo por unos setenta centímetros de ancho que apoyé sobre el manubrio decidido a manejar con extremo cuidado. Tomé una vereda tranquila de la avenida Chapare, flanqueada por eucaliptos añosos que me cubrían de miradas indiscretas. Y entonces se produjo el milagro: apenas bajé los ojos al espejo vi el cielo estrellado y las copas de los árboles. Entre ellas apareció la luna y tuve que torcer el manubrio para no pisarla, porque paseaba por una vereda celeste poblada de un pedrusco de astros y asteroides. Me incliné aun más en busca de mi rostro y entonces me vi como una criatura en vuelo o si quieren un superhéroe que volaba sonriente en el espacio sideral.

Esta visión beatífica me reconcilió con la vida y con la bicicleta. Desde entonces rehúyo las competencias diurnas y prefiero montar a solas y de noche, atento a los gemidos de mi dulce compañera, munido de un espejo que me devuelve el mapa del cielo y mi expresión beatíficamente satisfecha.

Navidad en bicicleta



Alfred Jarry, sátrapa de la Patafísica, en París, 1898.
Si no sonara a equívoco, yo diría que con la bicicleta he tenido una relación conyugal que quizá dure hasta que la muerte nos separe.
Navidad en bicicleta
Mi primera bici era de segunda mano. Una vez que aprendí a manejarla, me transmitió el virus de esta relación que pronto llegará al dígito 6 de mi vida. Tuve bicicletas más bien modestas, pero no voy a olvidar una tan liviana y flaquita que montarla era como flotar en las nubes sobre dos cintas de aire. Tenía manubrio de cuernos de carnero, forrado con elegantes manillas de esponja, y al montarla yo juraba que estaba cortando un tremendo queso de envidias para pasar velozmente en sentido contrario.
Como vivía en El Castillo, acostumbraba tomar la carretera a Sacaba, o avenida Villazón, que tiene un agradable descenso a la ciudad para tomar la ciclovía, pero de retorno, una gradiente casi imperceptible, que te redobla el esfuerzo. Allí fue donde tuve la primera decepción, intensa pero pasajera. Subía yo enfundado en un buzo de ciclista nuevito, trabajosamente, como usted adivinará, cuando resulta que me empata un albañil, con la ropa llena de lamparones de yeso y tocado con una calatrava hecha de bolsa de cemento. Su bici era "de albaco", imitación Raleigh, chuta por todos lados y apenas tenía dos espigas por pedales. Sin embargo, el albañil aceleró y me sacó 100, 200 y hasta 300 metros. Jamás pude alcanzarlo, ni siquiera con mi bicicleta, que era de carreras.
La bicicleta no sólo me dio el orgullo de montarla sino el recelo de prestarla. Esto me enseñó don Juan Casas, que trabajaba en la antigua sede de Los Tiempos, poseedor de una hermosa bicicleta inglesa, que conservaba por décadas con la pulcritud con que la había estrenado. La vez que le pedía prestada una vueltita erguía su dedo índice admonitorio y me decía: "Cosas de montar, no se prestan". Con el tiempo comprobé la hondura bíblica de la sentencia, pues prestas una cosa de montar y te la devuelven floja y desvencijada, chorreando aceite y profiriendo gemidos extraños.
La bicicleta es también una cosa mística. Una noche llevaba yo un espejo rectangular apoyado en el manubrio, de modo que la cara mirara al cielo. Qué hermosa sensación tuve al bajar la vista y ver el cielo estrellado: parecía que transitaba por la Vía Láctea. De pronto apareció Venus y tuve que virar levemente para no pisarla; luego, por poco no aplasto a la Luna. Unos eucaliptos añosos que flanqueaban el sendero daban mayor profundidad al espectáculo celeste, y entonces se me ocurrió inclinarme sobre el espejo, a ver si yo también me veía. Pues sí, me veía volar como si tuviera alas, como un demiurgo patrullando la obra de su creación.
Aquella noche pensé que si Dios existe, suele esconderse en las cosas más sencillas, como mi bicicleta, tan buena y persistente que ya van quince años que aguanta mi peso.
La vez que la llevo al bicicletero, lo veo menear la cabeza. Quizá calcula hasta cuándo soportará el peso de la vida o conjetura que mi bicicleta debe ser la reencarnación de una pecadora que hoy paga su karma.
Anoche, a la hora de los brindis, vertí sobre sus articulaciones un aceite chuíta que le compré a mi bicicleta por esta Navidad.

Desventuras ciclísticas




Ayer comprobé, muy compungido, que me habían robado el cerebro de mi bicicleta. A otros les roban el cerebro de su Mitsubishi, pero a mí, modestamente, el de mi heroica bici.

Ya mostró síntomas y la llevé a mi bicicletero de cabecera. La examinó y dio un suspiro. “Pobre bicha, me dijo, un día se va a infartar de sostener tanto peso”. En efecto, sus pernos se habían aflojado y sonaba como alma arrastrando cadenas.

Ordené para ella un mantenimiento completo, que me salió la friolera de treinta y cinco pesitos, pero de inmediato pensé que no debe ser mucho porque con ese importe pagaría sólo diez litros de gasolina, que no alcanzan para una subida a Corani, por no decir al cerro de San Pedro o a la Coronilla.

Sin embargo, me consuela saber que la bici usa en realidad un combustible muy caro, pues para montarla y pedalearla mi cuerpo exige un suculento desayuno, unas salteñas a media mañana, cuando no una silica o un ají de cojopollo, ítems que sumados dan bastante más que diez litros de gasolina. Sin contar el ítem mayor: la cervecita fría o la vicola, vino con Coca Cola que en Madrid le llaman calimocho, tal como me cuenta mi hija que emigró en pos de su futuro.

Cuando era chico, los papás exhibían orgullosos sus bicicletas inglesas. Usaban unas pinzas de metal para proteger el doblez del pantalón de casimir de la grasa de la cadena y no era raro verlos montar con traje y corbata. No olvido a mi profesor, don Benedicto Fernández, cuya costumbre sostenida durante 49 años fue colgar el maletín en la barra de su bicicleta, gesto muy de la época. Y digo 49 porque algún superior impenitente lo obligó a jubilarse, como si le costara contratarlo un añito más para que cumpla sus bodas de oro.

Una vez más voy a recordar a don Juan Casas, viejo trabajador de un matutino local, cuyo orgullo radicaba en su bicicleta Raleigh inglesa que tenía casi tantos años como él. Con Carlitos Heredia le pedíamos una vueltita y nos contestaba, socarrón: “Cosas de montar, no se prestan”.

Las visitas de La Paz solían quejarse de transitar por una ciudad llena de ciclistas; les molestaba ver esas gráciles criaturas ecológicas que te suspenden sobre dos círculos de aire y te dan la sensación de volar. Los ciclistas tenían preferencia y los automovilistas manejaban con precaución para evitarles el mínimo roce.

Pero los tiempos han cambiado: ahora los ciclistas somos tildados de loosers, como si la prosperidad dependiera del coche que ostentes. Bicicletas hay de muchas marcas y algunas de ellas son muy sofisticadas; el problema es manejarlas en una selva de motorizados, un deporte más peligroso que hacerle cosquillas a un león hambriento.

Quizá por eso el hábito de montar mi amada bicicleta se ha convertido en un gusto mañanero, un rito de madrugada porque ya a las siete las calles y avenidas se llenan de gases en combustión y entonces no sólo pones en riesgo tu vida sino también tu reputación: te ven en bici y conjeturan una jubilación pobre, una quiebra fraudulenta o un desempleo crónico, unos con pena sincera, otros con secreto regocijo.

Certificado de divorcio

Es curioso que no lo lamente ni me sienta triste al anunciar mi divorcio absoluto de una dama que me acompañó con insólita fidelidad desde mis 14 años: la bebida.

Los últimos días de romance fueron particularmente agitados, acaso porque intuíamos la separación definitiva. La Dama del Buen Bouquet se empecinó en copar todas mis horas y yo me dejé llevar. No se adivinaban siquiera las fisuras en nuestra relación, pero la cosa explotó de pronto y no la vi más.

En broma suelo decir que yo no quise dejarla y que ella me dejó, pero la ruptura fue una decisión mutua. Nos dejamos, como dice el corrido mexicano. Quizá sólo yo percibía que ella bostezaba a solas conmigo, añorando días de vino y rosas que vivimos en olor de multitudes. Quizá añoraba otros labios y otros paladares sedientos porque de pronto se me agriaba, se me hacía insoportable y entonces la escondía en un rincón y salía a la calle tratando de disimular el idilio a punto de romperse o de simular interés en otras relaciones.

Se vino la crisis y una mano amable trató de borrar toda huella suya en mi casa, en tanto yo trataba de sobrevivir a la ruptura con atención especializada. Volví al cabo y me conmovió la inocencia de la limpiadora porque sólo yo sabía dónde había escondido las últimas huellas de ese amor que había durado más de cuatro décadas.

En esa larga relación, no adquirimos ningún bien inmueble o mueble, quizá juegos de vasos y recipientes que hoy son más bien restos de colección. Nos gastamos hasta el último quivo alimentando esa pasión común, y al final no teníamos nada para la repartición de bienes.

No engendramos hijos, pero mi dulce dama gozó en todo momento de la compañía de dos amigas aromáticas y sensuales de vago origen griego: Euforia e Hiperestesia, y de un ahijado, llamado Insomnio. Nos acompañó también el T’istapi, un llokhalla liso de nombre aymara, íntimo amigo del Ch’aki, también andino, y ambos prestos a hacer buenas migas con un personaje picante y oportuno: el Umajampicu. que crecieron muy unido a nosotros pero se fueron por esos mundos no bien rompimos. Quizá se fueron con ella, pues no en vano eran tan afines, pero me dejaron con un ahijado menorcito y todavía débil, a quien aprecio cada vez más. Se llama Sueño.

No abrigo rencores; al contrario, guardo hermosos recuerdos. Estas cuatro décadas, depuradas por la memoria, son una sucesión de días y noches vitales, felices, repletos de caricias, de música, danza y besos. Como Job me digo: Fue bueno mientras duró, y a veces me detengo en cualquier tienda a contemplar las imágenes de mi vieja compañera que adoptan mil formas incitantes. La bendigo de todo corazón y pido al Cielo que otros la disfruten y la llenen de mimos y besos; que la agoten y aprecien; que la compartan sin sentir celos; que la amen y no la reduzcan a una adicción; que saboreen sus jugos vitales y sean felices con ella, como lo fui yo antes de resignarme apaciblemente a esta soledad que no me agobia.

El aleph del erotismo




Dos entre muchos ejemplos me inducen a creer que el erotismo es una esfera cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna. El primero proviene de una aventura temprana, la lectura del Pato Donald, antes que Dorfman y Mattelart nos envenenaran el sano entretenimiento de leer esas huevadas con su famoso análisis del discurso. Mis lecturas de ch’iti fueron una devoración sin orden ni concierto de cuantas revistas podía fletar y canjear en esas mañanas aburridas de domingo en que no había nada que hacer ni amigos que visitar luego de ir a la misa obligatoria del colegio. Entre ellas, numerosos ejemplares del famoso personaje de Disney. Su lectura estaba asociada además al sentido prohibitivo del silencio que había fijado como norma inconmovible mi madre, una señora muy estricta. Quizá todavía tiemblo cuando recuerdo su voz que me decía: “Qué avería estarás haciendo”, si yo me quedaba calladito. La consecuencia directa, que hasta hoy no puedo refrenar, es la súbita excitación que me produce el solo hecho de quedarme solo. Para decirlo gráficamente, aun hoy se me para de inmediato.

Esa rigidez sentí un domingo triste en que leía la revista del Pato en un episodio que todavía me retila: por un descuido, Donald le enciende la cola de plumas a la Pata Daisy y ésta sale aullando, aterriza en un charco y luego le muestra la cola humeante con un reproche digno de una película porno: “Donald, mira lo que me has hecho”. Ahora que lo escribo, me parece una escena de una sensualidad que el picarón de don Walt quizá no supo controlar porque se le escapó por algún resquicio de su subconsciente. A ver usted, honesto lector, póngale (a su pareja) la mano al pecho y dígame qué sentiría si ve a Nicole Kidman diciéndole a Tom Cruise: “Donald, mira lo que me has hecho”. Yo intenté reproducir el cuadro, pero ninguna chica estuvo a la altura de la escena. Hágalo usted: dígale a su chica que se ponga decúbito supino, trate antes de que la cola le humee y entonces dígale que se vuelva hacia usted y mirándolo entre tierna y adolorida le diga: “Donald...” etcétera. Para mí que esa frase es emblemática del más alto erotismo, así como esa otra, “Cowboy, sírveme otro whisky doble”, la recuerdo de memoria, es como la chapa del inolvidable Humphrey Bogart.

Pienso además que mi lectura del Pato Donald vale bastante más que el cartucho y académico análisis de Dorfman, pero no es bueno que yo lo diga. Me limitaré pues a hallarle un parentesco con el famoso artículo de Guillermo Cabrera Infante: “Corín Tellado, pornógrafa inocente”, donde selecciona pasajes y frases de los melosos cuentos de doña Corán Tullido, como le gusta decirle, en la revista “Vanidades” que, así descontextualizadas, le retilan la murta a cualquier casta monjita.

El otro episodio viene de la lectura de un cuento de Witold Gombrowicz, ----polaco refugiado en Argentina, escritor casi olvidado hoy, redescubierto para nosotros cuando emprendíamos el primer tramo de la juventud, en los años 60-- que encontré en la revista “Mundo Nuevo”, allá por 1968. Es la escena muda de una niña que chupa un hueso mientras un niño la mira embebido desde el otro lado de la cerca. La niña se lo ofrece, para que él también lo chupe. No hay nada más que eso, pero es de un erotismo magnético que te pone el cuerpo entero como un vibrador accionado por un megavatio.

Hermosa época esa de la paja en el ojo propio, cuando no había estampas cochinas, mucho menos videos porno ni otras incitaciones más bien groseras, mecánicas y repetitivas hasta la obsesión. Pero para eso habían lecturas. En algún momento llegué a creer que cada libro, por más que fuera de matemáticas, encerraba alguna página que te hacía estremecer de gusto. Ese acicate me llevó a hojear tempranamente la copiosa biblioteca de mi hermano y a encontrar cosas sorprendentes. Cómo olvidar, por ejemplo ese viejo libro inglés titulado “Fanny Hill”, cuya virtud mayor era el gozo con que presentaba el sexo más explícito sin sombra de culpa. Qué mujeres más dispuestas al placer, qué hombres tan bien dotados, qué rubores y asombros en la casa de muñecas de Madame Fanny. Regalé ese libro hace poco, pero antes recompuse con nostalgia las esquinas de página dobladas por mi mano derecha, pues la izquierda estaba ocupada en otra cosita. De entonces me viene seguramente la costumbre de clasificar ciertos libros en el rubro “para leer con una sola mano”, entre los cuales a veces me ufano de incluir mi novela “Ando volando bajo”.

Pero bastante antes de “Fanny Hill” me zarandeó como a un arbusto la novela “Lolita” de Nabokov. Mi madre y yo vivíamos solos y en las noches, mientras ella tejía y escuchaba su radionovela y al mismo tiempo rezaba el rosario, yo me hurtaba de su vista y me iba a leer los crudos amores de ese afortunado viejo verde que amaba a su bella y pequeña entenada. Leía con los ojos y en realidad con buena parte de mi ser. Digo buena parte y no todo mi ser porque reservaba el sentido del oído para campanear la súbita presencia de mi madre, a quien jamás se le quitó la costumbre de sorprender a quien fuera con su mirada inquisidora. La escuchaba en sordina y todavía sonrío al recordar cómo rezaba el rosario mientras escuchaba la radionovela cubana “El precio de un pecado”: “Dios te salve María llena eres de gracia (no puede ser, qué canalla este Albertico) el Señor es contigo bendita tú eres (ay, esta Minín Bufones) entre todas las mujeres (Jesús María, estas mujeres)...” De pronto, entre misterio y misterio llamaba: “¿Ramón?” “¿Sí, mami?” “¿Qué estás haciendo?” “Estudiando, mami”. “Ah...” Por precaución urdí la costumbre de cubrir el libro de “Lolita” con mi policopiado de Geografía. La práctica de esta lectura clandestina desarrolló en mí una nueva destreza: la de cerrar de golpe el libro y luego volver al lugar exacto en que había dejado la lectura, porque memorizaba cada número de página. Creo que hasta hoy no necesito dejar señales en mis libros gracias a las defensas que urdí contra los métodos policíacos de mi buena madre.

“Lolita” fue para mí un incendio en un campo pajoso. La de pajas que le debo al ilustre maestro ruso. Vi dos versiones de la película. La primera me llegó temprano y todavía recuerdo a la bellísima y sensual Sue Lyon; la segunda me decepcionó; pero ambas me convirtieron en inmunodeficiente frente a una mujer-niña. Son mi debilidad. Aunque me digan viejo verde, que no es lo mismo que caballero ecologista. Dejad que las niñas vengan a mí, mejor si ya son mujeres.

A esta revista le falta erotismo. Erotismo franco. Quizá una buena sección sería el recuento de esas páginas marcadas, algunas de ellas manchadas con humores lejanos, que abundan en toda biblioteca de adolescente. Creo que sería un homenaje justiciero al Pato Donald y a sus secretos atributos que incendiaron la cola de la Pata Daisy.

Lamento de mis dedos

Este post, así como otros, también puedes ver en http://www.youtube.com/user/Ojorochamonroy

El viernes se me inflamó el dedo medio de la mano derecha y no pude teclear sin dolor. Le resté importancia al problema pero el dolor persistió y he tenido que acostumbrarme. Quizá se pase con un par de aspirinas, quizá se vuelva crónico; pero lo importante es que por fin hice un alto y reflexioné sobre la deuda impagable que tengo con estos diez dedos, que son mis esclavos, pues no les pago un solo quivo y sin embargo me sirven con una fidelidad que hoy me arranca lágrimas.
He pensado cuánto tiempo no les doy una vacación, ni siquiera un esparcimiento, y ha comenzado a aterrarme su docilidad silenciosa. Si por lo menos se dieran un brake para acariciar una piel grata, no sé, aunque sea por contrato: No es para mí, señorita, no me entienda mal, es para mis dedos, para darles una vacacioncita, un fin de semana, un par de horas, nada más. ¿Cómo? En absoluto, yo no haré nada, sólo quiero dejarles la iniciativa y que ellos busquen su esparcimiento…
Alguna vez los entrené en dactilografía y luego me ufané de haber aprendido lo más útil para mí, que era precisamente escribir en el teclado con los diez dedos. ¡No percibí que les arrebataba un mérito suyo, porque ellos son los dactilógrafos, no yo!
Con el tiempo se hicieron tan diestros que, yo diría, tienen una pequeña memoria en cada yema, porque se mueven solos y a veces corrigen al vuelo expresiones mías que ellos simplifican sin consultarme porque aprendieron el buen decir copiando toneladas de cuentos y fragmentos de escritores célebres para publicarlos en este periódico.
En mi tesis de grado comenté que los obreros que trabajan con el sistema Ford, en cadena, repiten tantas veces el mismo gesto (digamos poner un tornillo o una tapacorona o una etiqueta) que de dormidos siguen moviéndose como en la vigilia laboral. Eso me pasa hace décadas: que mis dedos se siguen moviendo mientras yo duermo, y teclean en el aire palabras que quizá toman de mis sueños, lo cual me ha traído problemas conyugales y amagos de divorcio: Tecleas una vez más en mi cuerpo y me voy a casa de mi mamá.
Es que mis pobres dedos están sometidos a tal régimen laboral que ni los trabajadores del sistema Ford ni los obreros estajanovistas igualarían sus méritos.
No hablo de mí, así que puedo decirlo sin ambages: mis dedos son admirables. Lo comprobé al verlos tocar guitarra, porque ellos no se mueven con el orden de un ejército sino con la armonía de una orquesta –según el principio consagrado por don Franklin Anaya, alma bendita. Me explico: los dedos de la mano que pisa las cuerdas se mueven en maravillosa coordinación, cada uno en lo suyo, pero el meñique sólo interviene a veces. ¡Y sin embargo se mueve como alentándolos, totalmente copado por la armonía del conjunto.
Mi dedo anular izquierdo tuvo un accidente que casi me cuesta una falange. La reconstruyeron con 45 puntos de microcirugía, pero no pudieron unir las terminales nerviosas. Cuando sané pude comprobar lo maravillosa que es la coordinación en nuestro cuerpo, porque me rozaba, digamos, la cintura con el dedo convaleciente, ¡y me daba la vuelta como si se tratara de un dedo ajeno! Aun así, mi pobre dedo se acostumbró a mí e incluso se avino a pisar nuevamente las cuerdas de mi guitarra, que es como pisar con el prepucio, perdonen la expresión. Veré cómo hago para concederles unas horas de esparcimiento.

No lo molesto ¿no?

Ayer abordé un trufi que va a Pucara y pasa por el cementerio. De pronto para y una señora gorda se embute a mi lado junto con su hija adolescente. No había más que un solo espacio, pero la señora se acomodó, y la hija en sus faldas, con lo cual quedé estampillado en la humanidad del pasajero contiguo. Pero la señora gorda me dijo una frase inolvidable: "No lo molesto, ¿no?"
Era una afirmación en negativo que yo jamás hubiera respondido afirmativamente: jamás le hubiera dicho que sí, que me molestaba, porque sé de la cortesía criolla puesto que yo también soy criollo, y así continué el viaje calentito, con dos generosas humanidades sentadas prácticamente sobre mí.
Estas son escenas que me hacen amar cada vez más a la humanidad. Otra similar me ocurrió el año 1983, cuando retornaba del Litoral boliviano, después de haber filmado los sitios históricos con mi buen amigo Grover Arzabe. Nos tocó hacer el último tramo Oruro-Cochabamba en una flota incómoda, y por el apuro nos tocó el último asiento, con las rodillas agujereando el asiento delantero, sin la menor posibilidad de estirar las piernas. Me resigné al hecho y traté de relajarme y disfrutar; momento en el cual vi que a mi lado había una cholita valluna, de buen parecer, que viajaba roncando y con una tremenda teta al aire. Se la había descubierto para darle de mamar a su bebé, que hacía rato había soltado el pezón y se deslizaba peligrosamente al piso.
Con la mayor precaución tomé su cabecita y lo acomodé cerca de la teta materna. El niño entendió la maniobra y se apropió del pezón succionándolo con la más instintiva avidez, cosa que me hizo sentir algo así como la satisfacción del deber cumplido. Pero segundos después, el bebé soltó el pezón y se fue deslizando por el proceloso mar del sueño. Visiblemente estaba saciado y la maravillosa teta de su madre se exhibía en vano; y como entraba un chiflón de aire por una de las ventanas mal cerradas, comenzó a preocuparme que la cholita contrajera una peligrosa angina. Pero ¿qué podía hacer yo? Acomodar al niño fue fácil, incluso inocente, pero agarrarle la teta a la pasajera del lado podía interpretarse como un acoso, mucho más si ella lo sentía y despertaba y me acusaba a gritos frente a todos los pasajeros.
Aun así, luego de un par de kilómetros de dudas, tomé delicadamente el borde de su blusa y procuré cubrir ese maravilloso melón que se veía divino. No lo conseguí, pues por un misterio que no logro descifrar, la blusa parecía haberse encogido: uno no podía conjeturar cómo una esfera de piel turgente tan maciza y robusta podía anidarse en una blusa tan cortita.
Sentí nuevamente el chiflón de aire helado y decidí echarme el lance. Con una mano tomé el borde de la blusa y con la otra, abierta, la tremenda teta de mi vecina. De pronto me vi tratando de calzar la esfera en la blusa estrecha, y de tanta maniobra hasta parecía que se la sobaba; pero la cholita apenas exhaló un suspiro entre sueños. Al final conseguí mi propósito y clausuré los senos de la cholita abotonándole la blusa.
Nunca se dio cuenta de mi inocente metida de mano, exactamente como su bebé, dormido en pleno uso de su maravillosa inconciencia.

La Diablada en México

En 1991, la Diablada Ferroviaria de Oruro visitó oficialmente México. Se celebraba un gran encuentro indígena y la cohorte de Lucifer era el atractivo mayor de la fiesta organizada por el DDF, que es la alcaldía del DF. La jira fue el fruto de una larga negociación, y la comandanta de la expedición fue Yarmila Mariaca, quizá la única mujer que logró la obedeciencia respetuosa y callada de una legión de diablos.

En las reuniones de organización a las que asistí en México se insistía mucho en el carácter indígena de la reunión, y un antropólogo puntilloso y, por supuesto, blanco de la cabeza a los pies, quiso tranquilizarme anunciando que había conseguido un convento del siglo XVII en el barrio de Tlalpan para que allí se alojaran “los indígenas de la diablada de Oruro” y se acomodaran a sus anchas. Su escrúpulo era que a veces los indígenas prefieren dormir en el suelo, en comunidad, o prender fogatas, o ejecutar danzas guerreras o fumar pipas de la paz o cosas por el estilo. De inmediato le dije que en el caso de la diablada sería un gravísimo error, pues ellos necesitaban un hotel de cinco estrellas, con todas las comodidades. Me miró como a un neófito blanquiñoso que no entiende las costumbres originarias, pero felizmente no opuso reparo y de ese modo mis queridos diablos se alojaron en un hermoso hotel frente al Monumento a la Madre, a pasos de la avenida Insurgentes.

La llegada de los diablos vestidos de civil produjo un hondo desengaño en el antropólogo mexicano, que quizá pensaba recibir a caciques y guerreros desnudos y ornados con plumas y pinturas rituales. No. Del avión bajaron lo que llamamos “caballeros”, y entonces el antropólogo me miró con un gesto que exigía a gritos una explicación.

Opté por presentar a los diablos: el señor aquí es gerente del Banco tal; este otro señor es médico; éste es abogado; esta columna está formada por catedráticos de la Universidad Técnica de Oruro; estos señores son diputados de la región; este otro fue ministro de Estado; éstas niñas son ricas propietarias mineras, en fin. Me lo llevé aparte y esgrimí un solo argumento: ¿alguna vez había visto entre los danzantes aztecas, huicholes, mayas, yaquis o michoacanos al rector de la UNAM, a catedráticos de la Ibero, a jerarcas del PRI, a secretarios de Estado, a hijos del propio Presidente o a gerentes de Banco? ¡Jamás! Porque en México, como en Guatemala o en el Perú, países con inmensa población indígena, estas manifestaciones artísticas están reservadas sólo para los naturales, y los “caballeros” simplemente las ignoran.

Hice un punto a favor, porque este fenómeno es digno de destacarse: la apropiación de tradiciones populares por intelectuales, políticos, artistas o simplemente hijos de familia con alta escolaridad quizá sólo se da en Bolivia, y con creciente entusiasmo como se demuestra a simple vista viendo quiénes integran los grupos folklóricos o quiénes festejan la fiesta de Comadres.

Por supuesto que, ya puestos los trajes rituales y las máscaras de diablos, no había diferencias sociales sino jerarquías infernales, una estratificación sin duda superior.

La Diablada y el Ingeniero Huallpara

Ayer contaba un par de anécdotas sobre la visita de la Diablada Ferroviaria de Oruro a México en 1991 y hoy quisiera añadir un par de apostillas.

Un domingo, las huestes de Satanás viajaron a Ciudad Hidalgo, tierra minera, y el entusiasmo con que nos recibieron los trabajadores del subsuelo y sus familias fue aterrador, atronador, infernal. Mientras los diablos orureños hacían cabriolas en las calles de la ciudad, sesionaba el sindicato para tomar medidas de presión en busca de mejoras salariales, y los delegados se apuraron en decretar una huelga para salir de una vez a agasajarnos. Fue un cálido encuentro entre pueblos mineros y al día siguiente el diario local se mandó un titular de antología: “Diablos bolivianos precipitaron huelga minera local”.

Retornaron muy ufanos, pero llegaron al hotel del DF a media noche del domingo y con un hambre de todos los diablos. Lástima que las ciudades grandes parecen cementerios los días dominicales. Así pues, yo no sabía dónde llevarlos. Pero se me encendió el foquito y recordé que en la Plaza Garibaldi, junto a la célebre cantina El Tenampa, abre sus puertas veinticuatro horas por día ¡y hasta más! El Mercado de San Camilito. Allí me los llevé y, como siempre, fue admirable su ingreso: más de un centenar de diablos, entre danzantes y músicos aunque vistieran de perfil, que pasaron como marabuntas y no dejaron un solo taco ni un plato de pozole.

Otro punto de visita era Puebla, donde no hubo tiempo de hacer difusión, aunque de todos modos el público de esa hermosa ciudad se entusiasmó y se reunieron en la plaza mayor unas tres mil personas. Pero aquí viene la anécdota: había allí un buen amigo, un ingeniero orureño de apellido Huallpara, que trabajaba en la universidad estatal. Noche antes le había cascado unos buenos tequilas y corría un poco atrasado a marcar tarjeta cuando escuchó el inconfundible chocar de dos platillos y luego el arranque de la diablada orureña. Sus nervios parecían cuerdas de violín y Huallpara estaba al borde de un delirium tremens mientras la música sonaba cada vez más fuerte, más próxima. Llegó a la avenida y se le vino encima la legión de diablos danzantes. Huallpara quedó petrificado ante la visión que sin duda provenía de los excesos de la noche anterior. Nada sería eso, sino que el propio Satanás, que iba presidiendo el cortejo, lo reconoció y con voz estentórea le gritó: “!Huallpara!” Nuestro buen amigo cayó de rodillas, al borde del llanto, y juntando las manos como para rezar a la Virgencita del Socavón contestó: “Papito, no me lleves todavía. Me voy a portar bien”.

Total, que pidió vacaciones por una semana y se fue detrás de la Diablada Ferroviaria, sirviendo de aguatiri en pago de su indulto infernal. Total, se le había pasado la borrachera, la persecuta y la cruda, y contaba la anécdota a todos los amigos mexicanos, que se reían a carcajadas verdaderamente demoníacas.

El libro, un amigo peligroso




En memoria de Werner Guttentag
Werner Guttentag pertenecía a dos pueblos tenaces, que sobreviven después de superar holocaustos, incendios, autos de fe, prisiones, torturas, saqueos y éxodos. Uno es el pueblo judío y el otro, aun más milenario, es la nación de los amigos del libro, cuyo rastro se pierde en la aurora de los tiempos.

Desde los tiempos más remotos, ser amigo del libro, amigo de la lectura y de la escritura, ha sido un oficio peligroso. El emperador que construyó la Gran Muralla china quiso inmortalizar su hazaña quemando todos los libros que le antecedieron, para que la historia comenzara con él. La toma de Alejandría no hubiera sido recordada
hasta hoy si no culminaba con el incendio de su legendaria biblioteca.
Cuando el pueblo judío sufría un cautiverio tras otro, el celo de sus profetas y de sus jueces debió concentrarse con especial ardor en conservar los rollos donde se había escrito su cosmogonía, su historia, sus leyes, sus salmos, sus proverbios y cantares. A la muerte de Jesús, los evangelistas y los cristianos primitivos debieron
ocultar sus escritos y sus lecturas en las catacumbas de Roma. Las invasiones que dejaron innumerables cicatrices en Occidente culminaron con persecuciones implacables a los escribas y lectores paganos, es decir, de cada pago, de cada pueblo, por adorar ese curioso becerro de oro hecho de materiales comunes pero cuyo contenido encerraba mundos, pueblos, mares, horizontes y estrellas. Las persecuciones religiosas buscaron con especial inquina a escribas y lectores; no se limitaron a quemar infieles, herejes, paganos, marranos y conversos sino que
afinaron su sevicia quemando libros.
La negra historia de la Inquisición nutrió innumerables historias y fábulas de libros para unos malditos, para otros, sagrados, cuya defensa era cuestión de vida o muerte, y por eso daba fuerzas a los torturados para resistir el tormento y morir en la hoguera antes de descubrir su paradero. No importaba que esos libros fueran una y otra
vez el resumen del conocimiento humano en cada lugar y época, pues igual desataban el odio y la inquina más implacables.

Desde los tiempos más remotos, escribas y lectores alimentaron sueños de liberación, de justicia, de igualdad. La prédica, la arenga, la tradición oral no bastaron para conservar esos sueños, y entonces se refugiaron en la escritura. No hay movimiento en la historia de las
revoluciones populares que no se haya registrado en pasquines, en volantes, en fanzines, en folletos, en libros cuya escritura y lectura eran sentencias de muerte. Nuestra historia es también un capítulo de estas persecuciones, pues el odio de los dictadores y de los paramilitares se concentró en los libros. Si hay Dios y algún día nos
convocan al Juicio Final, seguramente habrá un registro de de escribas y lectores que fueron quemados, vejados, perseguidos, encarcelados, exiliados, torturados y muertos por el delito de ser amigos del libro; y por supuesto habrá un Index que registre cientos de miles de títulos
que provocaron urticarias letales a los verdugos de turno.

Sin embargo, este pueblo tenaz de los amigos del libro tuvo y tiene una influencia decisiva, poderosa, en la humanidad entera. Letrados e iletrados, civilizados y salvajes, extranjeros y originarios, oriundos
y forasteros, todos hemos recibido la influencia de la secta universal de los amigos del libro.
Júzguese cuán peligroso es el libro examinando la conducta de los medios de comunicación en nuestros días. ¿Qué es lo que atrae y concentra su odio y su inquina? La Nueva Constitución: un libro. Hay quienes daríamos la vida por defender ese conjunto de nuevas libertades e instituciones democráticas, y hay quienes, en cualquier
momento, acuérdense de lo que digo, cebarán sus odios quemando ejemplares de ese libro.

Estas reflexiones son tanto más oportunas porque honramos hoy la memoria de Werner Guttentag. A sus 19 años, a la edad de Juan el Bautista, llegó a Bolivia cargando un símbolo de esa secta universal:
una máquina de escribir; y desde entonces consagró sus días a construir el proyecto editorial más grande de la historia boliviana. A su influjo, una secta boliviana reducida quemó pestañas y dioptrías con un culto nuevo, el libro, y un nuevo vicio: la lectura. Medio siglo después, su venerable figura recorría los pasillos de nuestra
Feria del Libro, todos los días, sin descansar un momento. Ese fue quizá el último escenario público donde todavía pudimos saludarlo. Una persona que era el referente boliviano más importante en las Ferias del Libro de Frankfurt, Guadalajara o Buenos Aires se regocijaba como
un niño ante el pequeño pero importante fruto de nuestros libreros.

Esa secta de amigos del libro creció alrededor de Werner cercada por una conmovedora legión de analfabetos, pero también por una ominosa legión de enemigos del libro. Por eso su memoria nos convoca a escritores y editores, a gráficos y diseñadores, a copistas y prensistas, a reseñadores y críticos, a distribuidores y libreros, a
lectoras y lectores, para consolidar nuestra alianza alrededor de ese venerable objeto de culto: el libro.

Murió Werner Guttentag, el mejor amigo del libro. Sobriedad y sencillez fueron su lección de vida y su lección de muerte. ¡Qué conmovedor es el rito funerario de los judíos! Un cajón de pino sin adornos sobre un piso de tierra, una sábana negra con la estrella de David en líneas blancas y dos velas. ¡Y pensar que toda la
parafernalia de casas de velación, catafalcos, arreglos florales, retratos y velas parece un hotel de cinco estrellas o una boutique funeraria para el tránsito a la muerte! Uno muere para descansar en paz. Por favor, ya déjense de pompas fúnebres.

Sin embargo, el homenaje a la memoria de Werner debería traducirse al menos en dos proyectos concretos: es necesario que impulsemos la construcción de un monumento al libro y a la lectura, en el cual la
efigie de Werner será una figura central que recuerde a todos aquellos bolivianos de otras tierras que sirvieron a Bolivia más que los bolivianos de nacimiento. Y segundo, es necesario que retomemos la obra de Werner en tres líneas: la continuación de la Bibliografía Boliviana, la recuperación de la Biblioteca Boliviana y el relanzamiento del Premio Nacional de Novela Erich Guttentag. Quizá
sólo así ratificaremos nuestra pertenencia a la venerable aunque incomprendida secta de los amigos del libro.

Para conseguir fama de intelectual

El camino más corto entre el anonimato y la fama intelectual es hablar y escribir en difícil, aunque usted no diga nada. Mejor si usted tiene voz de locutor, aunque algún envidioso diga: Mucha voz para tan poca cabeza.
Los grandes escritores escriben muy sencillo: uno los lee y quiere imitarlos, y entonces se da cuenta de que escribir sencillo es un ejercicio muy trabajoso y difícil. Es un camino pedregoso, mientras que usar lugares comunes y palabras rebuscadas es como respirar. Y hay que ver el efecto que producen en el auditorio, cuando el intelectual engola la voz y escoge, en su arsenal retórico, expresiones sublimes como éstas.
En lugar de limitarse a decir "la naturaleza", cuánto mejor adornarla diciendo "la madre natura". En vez de mencionar al sol, qué mejor que coronarlo como astro rey o divinidad incaica. Si se habla de la luna, ¿por qué no agregar que su luz es plateada? Si le toca el turno a los pétalos, ¿no es elegante agregar que son aterciopelados? Si se transmite un acto desde un prado, qué bonito decir que es un "jardín engalanado". Si hay que dar noticia de la lluvia, cuánto más caché decir "precipitación pluvial".
La guerra, el orden internacional ofrecen grandes ocasiones para distinguirse con expresiones como "el conflicto bélico" o referirse al carro de Marte o describir la "nueva tesitura internacional".
Las presentaciones de libros son, por supuesto, ocasiones irrenunciables para ganar el título de intelectual o el de "hombre de letras". Basta calificar al autor como "fino ensayista", "vate mayor de nuestras letras" o "espíritu ático", que suena a helénico, ¿no ve?
El comentario político es, Dios mío, la vía más expedita para darse luego ínfulas de intelectual. Basta usar expresiones como "la tea de la discordia", "el imperativo del honor", "la hidra de la anarquía", "el sol del progreso", en fin: el arsenal de las leyes, la balanza de la justicia, la aurora de las libertades, las tinieblas de la ignorancia, la espada de la ley, la tiranía de las pasiones, la moderna Babilonia, una verdadera Torre de Babel, la pérfida Albión, el Oso moscovita, el Tío Sam.
Si se habla de la noticia, cuán oportuno es decir que corrió como reguero de pólvora: el público da un suspiro de satisfacción al escuchar una voz familiar, un lugar común que es como la mascota de la casa. Si se invoca a la sinceridad, cuánto mejor es pedir que la gente "abra su corazón". Y si uno se emociona, que suele suceder, es indispensable "sentir un nudo en la garganta".
Un discurso de circunstancias no puede comenzar sin que el orador "se sienta gratamente impresionado". Y si se habla sobre el miedo, cabalito que la gente quiere que el orador diga que "se le pararon lo pelos de punta. Razón demás para referirse al adversario acusándolo de "sembrar cizaña".
Los grandes intelectuales comienzan cada párrafo como indigentes, con la mayor austeridad. Cosa bastante difícil para uno que todavía-no-es-un-intelectual-reconocido. Pero hay una vía infalible: la de iniciar cada período con expresiones como "en el campo de las conjeturas", "a mayor abundamiento", "ahora bien", "en lo que respecta a". Bonito, ¿no? Verdaderamente gualicaché.

Bellas las que cocinan

Alguna experiencia y cualidades debe tener Gérard Dupont para ser presidente de la Academia Culinaria de Francia y para que su palabra siente cátedra. Dice cosas sorprendentes. Para él hay tres regiones en el mundo que influyen en la cocina mundial: la primera es China; la segunda, América, representada por Oaxaca, Yucatán; y una parte del Perú; y la tercera, Europa, representada por Francia, el norte de España y el norte de Italia. Entre otros méritos, Dupont coordina un diccionario de cocina que es la biblia de los chefs. La primera edición salió en 1883, pero Dupont y otros 40 cocineros franceses más 900 expertos en cocina de los más diversos países del mundo se dedican a poner al día esta obra inmortal del chef Joseph Favre.
Acaban de preguntarle en México cómo define su propio arte culinario y dio una maravillosa respuesta: "Con una única palabra: amor. Sólo se puede cocinar con amor, como lo hacen las abuelas cuando cocinan para sus nietos o las madres cuando lo hacen para sus hijos. Por otro lado, el amor hacia los productos. Los ingredientes que uno utiliza son productos vivos, que provienen de la tierra y la naturaleza, por eso se tiene que amar para que podamos tener una buena nutrición.
Dudo que alguien pueda utilizar menos palabras para decir esta enormidad que es un sano prejuicio italiano expresado en la sentencia: "cucina amore". Dos territorios tiene el amor: la cocina y la cama. Ambos territorios están relacionados con el placer más que con el reposo o la mera nutrición. No somos bestias para comer por comer o echarnos tan sólo para dormir. Sabemos hacer cositas en ambas praderas, especialmente cuando cocina y lecho sean escenarios de encuentro con una persona que amamos.
Debería agregar: bellas las que cocinan cuando preparan un manjar guiadas menos por un libro de recetas que por las pulsiones de algún amor secreto. Aunque estén fatigadas se las ve radiantes; entonan frases sueltas de bolero mientras baten una crema o ensayan pasos de un baile bien apechugado mientras se desplazan del refrigerador al horno; y si tienen alguna amiga cómplice, no dejarán de hacerle confidencias con un chip de luz en las pupilas y una sonrisa anunciadora de placeres. Decorarán las fuentes de ensalada como si se pintaran las uñas o se pusieran carmín a los labios, y hasta el cuchillo de carnicería parecerá en sus manos una saeta de Cupido.
No hablo propiamente de las sacrificadas amas de casa que trabajan como galeotes entre las cuatro paredes de un cuarto pequeño, sino de aquellas mujeres que han asimilado una lección fundamental de la nueva cocina. Como dice Dupont, los platos que prepara no son laboriosos y los hace en menos de una hora. "Esa idea de que la cocina es sacrificada no la comparto. Para mí es muy divertido y siempre digo que, desde que me dedico a esto hace 49 años, no trabajo porque me siento como de vacaciones."
Es posible que la alta cocina sea compleja en su concepción, en su solución mental, pero de ninguna manera en su ejecución. Combinar chocolate con ajíes ha podido demandar siglos de experimentos, pero a la hora de cocinar es de lo más sencillo.
Por eso, las bellas que cocinan tienen tiempo suficiente para ponerse bellas y sentarse a la mesa como si no hubieran pasado por el fogón.

Bellas las que leen




Las mujeres que leen parecen parientes de Los Kjarkas ¡Qué Hermosas son en actitud de leer! Neruda diría: "Parece que los ojos se te hubieran volado / y parece que un beso te cerrara la boca". En algún momento, todas tienden a perder la mirada y sonreír distendiendo apenas una de las comisuras de los labios. Entonces reviven el mito de la Gioconda y el misterio de su sonrisa, pues según es fama, sonríe así porque se ha comido un hombre.
La mujer que lee parece sumergida en sus sueños, de visita en las tibias concavidades de su mágico interior. Una mujer que lee invariablemente suspira, menea la cabeza, desnuda delicadamente los dientes, hace un mohín, se acaricia como una gata o simplemente tira el libro por la borda si es aburrido.
¡Qué fina estética la de una mujer que lee y enciende un cigarrillo! Uno diría que las volutas del humo son comentarios, apostillas, subrayados y notas al margen. La mano de mujer se espiritualiza, le crecen alas cuando sostiene un cigarrillo: se vuelve expresiva y lectora golondrina.
¿Se puede leer poesía en jeans? ¿Con un cinturón hebilludo? ¿De uniforme y con botas? Lin Yutang, el sonriente diminuto y occidentalizado filósofo chino se espantaba de la costumbre de leer con zapatos. ¿Cómo se puede disfrutar de la lectura con ligas y cintos que te ajusten el cuerpo? Aconsejaba vestir una túnica amplia, sin ropa interior y con los pies amablemente desnudos.
Algo de esa dulce costumbre percibo en Mariana, que lee "El segundo sexo" de Simone de Beauvoir descalza y con un veraniego medio metro de tela fresca, o en Camila, que lee "Ensayo sobre la ceguera", de José Saramago, enfundada en ese comodísimo envoltorio diseñado menos para el deporte que para el ocio: el buzo. Raquel lee para encontrar certidumbres, no para acumular cavilaciones, y por eso prefiere la vertical de una silla y la horizontal de una mesa. Camila no usa lentes. Mariana quemó dioptrías desde muy pequeña y los usa. Raquel los ha estrenado en su vida universitaria. ¡Qué misteriosas se ven las mujeres con lentes! Uno diría que gozan, como Alicia, del otro lado del espejo.
Ahora quisiera que me digan si frente al encanto misterioso de una mujer que lee, puede ofrecer algo parecido una sonsa de 1.90 de estatura enfundada en un "body" pintado al cuerpo, que necesita fatigar todas sus neuronas para decir: "Hola, mi gente", "Hola, mi amor". Atributos sí los tiene y evidentes, ¿pero misterio misterio, qué otro misterio que la composición química de sus gotitas de sudor?
Qué diferencia entre las mujeres, tan dulces y naturales cuando leen, y los hombres en acto de leer, tan artificiales, tan sociales, parece que posaran para la posteridad adoptando su gesto más característico, sea una gravedad asnal y la actitud de sostener postizamente el libro mientras miran al retratista invisible con ojos llenos de astucia y de inteligencia. Y, por lo general, qué mal les quedan los lentes.

Valle Inclán y el indio boliviano

Era el año 1932 y la Cámara Oficial Española de comercio, industria, navegación y bellas artes de Bolivia publicó un número extraordinario de la revista "España y Bolivia" en homenaje a la Fiesta de la Raza. Fue una edición de lujo en papel couché, con abundancia de zincograbados y una acumulación de grandes firmas que, con excepción de Gamaliel Churata, Carlos Medinacelli y nada menos que Ramón del Valle Inclán, cantaban a coro a la pureza de su sangre peninsular.
No faltaba el autor que denostaba a la "tartufería mestiza y el embeleco indianista" en homenaje a la herencia pura de España en el altiplano. Gregorio Reynolds cantaba a la mujer española; Pedro Zilveti Arce honraban la memoria de los bravos e intrépidos conquistadores y Fernando Diez de Medina hallaba las raíces de la independencia americana en la lucha del pueblo español contra la invasión napoleónica. ¡Cuánto sabían nuestros literatos sobre la historia española, sobre sus toreros, sus gracias y sus monumentos! Sólo Arturo Posnansky se remontaba al pasado prehispánico anunciando el descubrimiento del monolito Bennet, y Medinacelli publicaba un diálogo metafísico entre un pobre diablo y su otro yo, en el cual reformula el principio cartesiano al decir: "Cuanto más pienso, menos creo que existo."
Qué sorpresa, sin embargo, la de encontrar un bello y furibundo poema de don Ramón del Valle Inclán dedicada al indio boliviano, que anuncia como un bramido de pututus la redención que tardaría aún dos décadas. Don Ramón escribía desde la España republicana, con el brazo único inflamado de ardor quijotesco, y su aguda voz formulando una consigna revolucionaria: "Lo primero / es colgar al Encomendero, / y después segar el trigo."
Curioso que no hayamos vuelto a tener noticia de este poema de Valle Inclán, que bien podía figurar como exordio al Decreto Ley de Reforma Agraria, o plasmarse en bronce a la entrada de la valerosa población de Ucureña. ¡Perdimos la memoria de este valioso documento!
José Carlos Mariátegui no lo hubiera formulado mejor en sus célebres "Siete Ensayos", y si el imaginario de la Revolución Nacional hubiera preservado el poema de Valle Inclán, quizá lo leeríamos hoy en los silabarios. ¡Pero ni siquiera lo conocen Felipe Quispe o el honorable Choquehuanca, no obstante su furiosa adscripción a la raza originaria!
Afortunadamente lo encontré y me apresto a reproducirlo. Titula "Adiós…!" Y dice lo siguiente:
"¡Adiós te digo, con tu gesto triste, indio boliviano! / Adiós te digo, mano en la mano. / ¡Indio boliviano, / que la encomienda tornó mendigo! / ¡Rebélate y quema las trojes del trigo! / ¡Rebélate, hermano! / Rompe la cadena, Quebranta la peña / y la adusta greña / sacuda el bronce de tu sien. / Como a Prometeo te vio el visionario / a las siete luces del Tenebrario, / bajo las arcadas/ de una nueva Jerusalén. / Indio boliviano, / mano en la mano,/ mi fe te digo. / Lo primero / es colgar al Encomendero, / y después segar el trigo. / Indio boliviano, / mano en la mano / Dios por testigo."

Manifiesto Kitsch

La alegría de vivir es kitsch. La fiesta popular es kitsch. Los colores vivos son kitsch. Los íconos más repetidos son kitsch. Un pique macho es kitsch. La fiesta con mariachis es kitsch. Los Budas y los gatos japoneses que llaman a la prosperidad son kitsch. El rosado es un color kitsch. El celeste es kitsch. El dorado y el plateado son kitsch. Las joyas de fantasía son kitsch. La Virgencita en todas sus advocaciones es kitsch. Los santos son kitsch. La mixtura y la serpentina son kitsch. La llajua es kitsch. El relleno de papa es kitsch. Las salsas que acompañan una tucumana son kitsch. Comer con la mano es kitsch. Comer choclo, mote o chicharrón con cubiertos es kitsch. El vals de quince años es kitsch. Los trajes de novia son kitsch. Las óperas se toleran si uno las considera manifestaciones del kitsch. Los ramilletes musicales son kitsch. Las salutaciones de cumpleaños son kitsch. Las tarjetas de felicitación musicales son kitsch. Las flores y adornos de plástico son kitsch. Amandititita es rekitsch. Sandro era superkitsch. Lo romántico popular es kitsch. El brindis del bohemio es un poema kitsch. Los motivos del lobo es otro poema kitsch. Los himnos son kitsch. Las bandas de guerra son kitsch. Los desfiles son kitsch. Las entradas son kitsch. Subir al Cristo en teleférico es kitsch. Un domingo con pasankallas es kitsch. Visitar el Parque Vial es kitsch. El Día de la Madre es una fiesta rekitsch. Las serenatas son kitsch. Cantar Pero sigo siendo el rey es nacokitsch. Cantar Y volver es renaco y rekitsch. Lo chojcho es kitsch. Lo birlocho es kitsch. Lo cholo es kitsch. Lo huachafo es kitsch. La putachanka es chojchokitsch. El trancapecho es hiperkitsch. Las Alasitas son microkitsch. Los bordados son kitsch. Las máscaras folklóricas son kitsch. El pasito tún tún es kitsch. Orejitas orejitas, cinturita cinturita es un regocijo kitsch. La torta de novia es kitsch. Lanzar el bouquet es kitsch. Morder el portaligas de la novia es rekitsch. Los partes de matrimonio son kitsch. Las colitas son ultrakitsch. Las t’ipadas son popkitsch. Dedicar canciones por radio es kitsch. Participar en concursos de la TV es kitsch. Leer a Paulo Coehlo es kitsch. Leer al Ojo de Vidrio es rekitsch. Buscar libros de autoayuda o metafísica es kitsch. Los refranes son kitsch. Las guaripoleras, rekitsch. Recitar un poema es kitsch. Comprar libros, DVDs, discos piratas es kitsch. Ver DVDs tres equis es kitsch. Los peinados son kitsch. Pintarse florcitas en las uñas es kitsch. Los plásticos son kitsch. Las copas de campeonato de imitación metal son kitsch. Los peluches son kitsch. Los CDs con imágenes religiosas son kitsch. Las calcomanías de los micros son kitsch. Los colores eléctricos son kitsch. Teñirse el pelo es kitsch. Hacerse rayitos, hiperkitsch. El horror al vacío es kitsch. La acumulación de adornos es kitsch. Los actos de graduación son kitsch. Los discursos son ultrakitsch. Los evocatorios de los discursos, superkitsch. Las horas cívicas son kitsch. La crema chantilly es kitsch. Las piñatas son kitsch. La mordida de la torta es kitsch.
Si amo todo lo kitsch, si todo lo kitsch me gusta, ¡Que viva lo kitsch!

De piedra ha de ser la cama

Después de la ropa, no hay extensión más próxima a nuestra intimidad que la cama, el sitio donde escribimos nuestra biografía secreta, las tablas donde ponemos en escena nuestras obsesiones, manías y tics inconfesables. Mi carnal Alfredo diría: Dime en qué duermes y te diré quién eres: la cama es también el reportaje más elocuente sobre la vida que llevamos aquí y ahora; ella denuncia sin palabras tu soledad o tu pasión compartida, tu alegría de vivir o tu tristeza de derrumbarte cada noche para recuperar el resuello. Es quizá el elemento más comprometedor de la escena del crimen, y sin embargo no he visto hasta hoy a ningún detective de celuloide que comience su inspección por el lecho de la víctima, registrando pistas como la calidad (o ausencia) de las sábanas, la cantidad (o ausencia) de almohadas, el color (o ausencia) de los edredones, la calidad de la luz que ilumina el dormitorio, las huellas ocultas de la intimidad, el contenido del cajón de la mesa de noche y, algo muy importante, los olores. Con razón mi buena amiga Sara María definía el matrimonio como el intercambio diurno y nocturno de malos humores.
Un recuento de los lechos que hemos usado o compartido durante nuestra existencia es un recurso mnemotécnico infalible que nos permite escribir nuestras memorias sin pena ni olvido. No en vano cuando llegamos de visita a la casa materna buscamos cómo hurtarnos del almuerzo familiar para descabezar una siesta en nuestra cama de soltero. ¡Ah, cómo se amolda a nuestro cuerpo sutil, aquél que no ha envejecido ni cambiado desde que éramos adolescentes! Cerramos los ojos y, en casos de nostalgia crónica, podemos revivir la canción que nos cantaba la abuela, el cuento que inventaba el abuelo, el beso de la mami cuando regresaba de la primera misa con las mejillas deliciosamente frescas.
Nada hay más ominoso que continuar usando, y solo, la cama que fue nuestro tálamo nupcial. En lugar de repantigarnos en toda la latitud del colchón, persistimos en nuestra zona de soberanía, hundimos la cama en aquél que fue nuestro lugar y, lo peor, sentimos una estepa helada y vacía allí donde antes había un cuerpo tibio, un ser que amábamos, que quizá seguimos amando.
A veces uno se encarniza consigo mismo y se empecina en conservar esos dolorosos recuerdos; pero entonces suele presentarse el viejo y sabio Diógenes, el que vivió solo en una tinaja, para aconsejarnos que regalemos esos recuerdos, comenzando por esa cama que se ha convertido en una mesa de disección o en un potro de los tormentos, y la sustituyamos por un catre franciscano con un colchón delgado que mortifique nuestro cuerpo para hacernos más liviana el alma. Ponemos entonces el tango Quemá esas cartas, desechamos para siempre esas fotografías, esas flores secas, esas tarjetas amarillentas, esos telegramas con versos de amor que alguna vez mandamos para imitar una gracia de Neruda o de Héctor Cossío Salinas. Y entonces nos sirve de consuelo comprobar que ahora, por fin, vivimos en una habitación que parece dibujo de niño: cama, silla, mesa, ropero, ningún otro detalle.
Uno debería cambiar la cama de acuerdo a su estado de ánimo. Mi padre solía decir que la mejor almohada es el sueño, como el grande y olvidado Cuco Sánchez cantaba De piedra ha de ser la cama / de piedra la cabecera… Contemplo este colchón sobreviviente de tantas batallas conyugales y encuentro el motivo de mis insomnios: tantos fantasmas y humores felices se marchitan en su vientre que por fuerza no puedo conciliar el sueño, y entonces me levanto y escribo.
. Por eso, quizá, al salir de viaje, pocas cosas extraña alguien como su cama. Hay siempre algo de tristeza al dejarla para levantarse, melancolía por ser expulsado de las sábanas tibias y el abandono del sueño. Recuerda que a sus hermanos y a ella, de pequeños, los padres les prometían, no sin cierta crueldad, llevarlos al "cine de las sábanas blancas" para que se fueran a acostar.