miércoles, 23 de septiembre de 2009
Cómo escribí El run run de la calavera
Mi hija Raquelita tenía siete años cuando le escuché cantar: “El run
run de la calavera / al que no salta se le da una cuera…” Yo había
terminado de escribir esta novela y me pareció el título más adecuado,
pues era un relato alegre y festivo sobre la tradición del Día de
Todos Santos y el Día de Difuntos, primero y dos de noviembre. Mucho
después encontré la versión real de la copla que decía: El runrún de
la carabela. Claro, era el rechinar de los maderos de una carabela,
pero la aliteración que hizo Raquelita fue afortunada, como esta
novela que la leen en los colegios y se dan modos para prestarse y
fotocopiar viejos libros, porque hace mucho tiempo que no se reedita.
Escribí El run run en un estado especial de conciencia. Mi amigo Mario
Argandoña, que es un psiquiatra de prestigio, diagnosticó que yo había
sufrido un surmenage por exceso de trabajo y me dio treinta días de
licencia con la instrucción de que reposara y no saliera de mi casa.
Yo me sentía deprimido y a ratos contenía la respiración a ver si así
me moría. Soy adicto a la lectura, pero no podía leer porque de
inmediato me dolía la nuca, como si los nervios se me hicieran un
nudo. Una noche soñé que una doncella vestida de olanes blancos,
delgada y misteriosa, se posaba a los pies de mi cama y me invitaba a
salir; me levanté entre sueños y le ofrecí el brazo, y ya me iba con
ella cuando mi esposa despertó, me tomó del brazo libre y jaló tan
fuerte que la doncella se soltó y se fue. Al despertar, supe que esa
doncella era la muerte. Entonces quise escribir una novela sobre la
muerte, pero sin representarla como una vieja repulsiva y misteriosa
que viste de negro y blande una guadaña gigante, sino como una mujer
joven y tentadora, que clausura su escote con un prendedor en forma de
guadañita.
Mi esposa es oriunda de Pocona, un valle que era más importante que
Cochabamba cuando llegaron los primeros españoles, al punto que se
pasaron de largo hasta llegar allí. Pocona es un valle extenso ubicado
a los pies de la fortaleza de Inkallajta, un centro de acopio de coca
y maíz con una guarnición militar importante porque se ubica próxima a
Montepunco, la puerta del monte, donde se cultiva coca y por donde
alguna vez se filtraron los chiriguanos, un pueblo bravo que incendió
la antigua Pocona, que muestra hasta hoy sus ruinas y se llama Mauqa
Pocona, Pocona antigua.
En 1983 fuimos a pasar allí los carnavales. Nos alojamos en casa de la
tía Pacífica Rosas, hermana de mi suegra, doña Celima Rosas, casada
con don Raúl Escóbar, que era hijo de don José Agustín Escóbar,
hacendado y periodista fundador de dos medios importantes en la
floreciente población de Totora. Ellos son los personajes principales
de El run run, junto a otros habitantes de Pocona que figuran con sus
nombres y apellidos auténticos.
Como en otras regiones del valle, el carnaval poconeño no es una
fiesta del baile sino del canto y la copla. Se organizan comparsas
presididas por una pequeña orquesta con acordeón, guitarra y charango.
Don Raúl tocaba el charango, yo lo acompañaba con la guitarra y el
acordeón estaba a cargo de Valois Barrientos, un personaje legendario
que tocaba sin descanso día y noche durante una semana e incluso más.
Le pregunté cómo podía tocar tanto sin cansarse y me dijo que eso
ocurría sólo una vez al año, y entonces había que sacar fuerzas de
cualquier parte para divertirse. Las mejores cantantes de coplas
carnavaleras eran Pacífica y Celima. El carnaval comenzaba con la
entrada del correo, un campesino montado en un burro, que traía cartas
jocosas para las mujeres solteras. Todavía guardo una de ellas. Eran
cartas con augurios de buena suerte, que anunciaban matrimonios
afortunados. Luego se sucedían los recorridos por las calles del
pueblo, en medio de una buena provisión de chicha y una fiesta
incesante.
La tarde del lunes de carnaval nos dirigíamos en comparsa hacia el
ingreso a Pocona, cuando vino hacia nosotros un cortejo fúnebre. Había
muerto una persona mayor, y sus deudos lo llevaban al cementerio. Nos
plegamos al cortejo, pese a que íbamos vestidos de colores y adornados
con mixtura y serpentina. Cumplimos así el oficio, pero yo veía que
los colores saltaban y se posaban en los trajes de luto de los deudos.
Y al salir del entierro, no podía asegurar cuáles eran deudos y cuáles
difuntos que se habían evadido de sus tumbas para sumarse a nuestra
comparsa. Esa fue una impresión que me motivó a escribir la novela:
los límites tan delgados, que parecen un papel celofán entre la vida y
la muerte.
El Miércoles de Ceniza amanece con una comparsa que recorre el pueblo
todavía a oscuras y canta una tonada distinta a las de los días
anteriores. Oírla todavía dormido me pareció una alucinación, y esto
lo recordé cuando escribía El run run.
Pero la impresión más importante me ocurrió la tarde de aquel
Miércoles de Ceniza. Yo sentía las fatigas de la fiesta acumulada
desde el sábado anterior, y de pronto me interné en un sembradío de
maíz, me acomodé en el surco y dormí una siesta larga y profunda. Ya
anochecía cuando escuché voces que me llamaban; yo trataba de
contestar, pero no tenía energías. Por fin me encontraron, y yo no
podía levantarme. Me dieron una mano e igual no pude incorporarme. Me
jalaron entre dos jóvenes y sentí que algo se desgajaba de la tierra,
que mi espalda se desprendía del surco provocándome un dolor agudo.
Era como si me hubieran brotado papas, ocas, camotes y otros
tubérculos y raíces, y se hubieran hundido en la tierra fértil.
Al día siguiente era jueves y no había la menor posibilidad de
retornar a Cochabamba, porque el río Machajmarka había llegado muy
crecido y no había puente para vadearlo. Pero me armé de valor y
salimos a pie junto a mi esposa Yolanda y mi buen amigo Antonio Terán
Cavero, que no me ha de dejar mentir. Caminamos buenos kilómetros
hacia la carretera y vadeamos el río prendidos a unas varas, con serio
riesgo de nuestras vidas. Pero conseguimos llegar a la carretera y así
retornamos a Cochabamba, donde de pronto me sentí mal y me
diagnosticaron un surmenage.
Yo tenía en mente impresiones muy fuertes que me determinaron a
proyectar una novela. Nada se hubiera hecho explícito si antes no
conocía México, donde se siente la proximidad de la muerte sobre todo
en los ritos del Día de Muertos, en los cuales las calles se llenan de
calacas, como llaman a los esqueletos, en actitudes vitales como
bailar, cantar, beber pulque o enamorar.
Escribía habitualmente con una máquina marca Brother, pero el dolor en
la nuca no me permitía soportar la tensión y el ruido del teclado.
Entonces hice la novela al pie de un árbol, a mano y en un cuaderno de
contabilidad.
No me fue difícil hilar el argumento, pero a medio escribir sentí que
ya estaba sano y entonces le dije a Mario Argandoña que hiciera algo
para prolongarme la enfermedad, por lo menos hasta que terminara la
novela. En el último tramo me visitó un yatiri, por consejo de doña
Celima Rosas y de don Raúl Escóbar, mis suegros. Era el Tata
Barrientos, un personaje legendario a quien de niño lo había cogido el
rayo, provocándole deformaciones en las piernas, que eran chuecas como
las de un macho cabrío, y tumores en las manos. De uno de ellos
sobresalía la falange de su dedo meñique.
El Tata veló por mí una noche entera junto a mi esposa. De tanto en
tanto ingresaba al dormitorio y soplaba una densa humareda de una teja
que le servía de brasero, y luego oraba por mí. Yo decía que si
alguien ora por ti toda la noche por unos cuantos centavos,
seguramente te está haciendo un bien.
Al amanecer, el Tata ordenó que yo permaneciera encerrado durante
veinticuatro horas en mi dormitorio sin que nadie me viera, y que la
comida me la pasaran por una rendija, y que sólo mi esposa cumpliera
ese servicio. A ella le pedí mi máquina de escribir, papel en
abundancia y carbónicos, y toda esa jornada me la pasé copiando la
novela en tres ejemplares, porque al día siguiente se vencía el plazo
para presentarla al Concurso Erich Guttentag.
Cuando amaneció, yo había terminado de copiar la novela y me fui a la
imprenta universitaria, para pedirle a mi amigo Tavo Giacoman que la
refilara para ponerle dos tapas de cartón a cada ejemplar. Le
recomendé que sólo la refilara por tres extremos, pero de ninguna
manera por el extremo inferior, porque había escrito hasta el borde de
la hoja. Me miró con suficiencia y me dijo que yo no le iba a enseñar
su oficio (uno de los cientos de oficios que cultiva con ciencia y
esmero); pero al meter los papeles a la guillotina vi que justo refiló
los ejemplares en el borde inferior, y de pronto cayeron pedazos de
papel delgados como fideos con renglones del texto que yo recibí en
las manos mirando con estupor a mi buen amigo.
Me fui a la Plazuela Sucre y rehíce a mano cada uno de los últimos
renglones en los tres ejemplares. Al final, al filo de las seis de la
tarde, que era el final del plazo de entrega, me encontré con mi amigo
Henry Oporto y le pedí que entregara la novela.
Días después me encontré en La Paz con René Bascopé, a quien me unía
una gran amistad cultivada al calor de las letras y del exilio que
compartimos en México durante la dictadura de García Meza. Yo le había
salvado la vida, sin querer, cuando me lo llevé el 16 de julio a
Oruro, donde éramos jurados del premio de cuento de la UTO, y de ese
modo no fue a la fatídica reunión de la COB y el CONADE, celebrada el
17 de julio, donde irrumpieron los paramilitares que malhirieron a
Marcelo Quiroga Santa Cruz y se lo llevaron para torturarlo y
asesinarlo. René hubiera corrido la misma suerte porque era director
del Semanario Aquí, donde era redactor hasta el asesinato de Luis
Espinal, a quien le sucedió por voluntad de ese colectivo de
periodistas.
Pues bien, me encontré con él; hablamos de temas comunes, y me contó
que había escribo La tumba infecunda, y la había presentado al Premio
Guttentag. Yo le dije que entretanto había escrito El run run de la
calavera y la había presentado al mismo premio. No volví a verlo. En
el interín, René murió en un día aciago y triste, pero siempre voy a
recordar esa escena, porque el jurado declaró desierto el primer
premio, y compartió el segundo premio entre René y yo. El día que
Werner Guttentag entregaba el premio, René estaba muerto. Sólo asistió
Rosmery Guzmán, su esposa y madre de sus dos hijos, y a ella le cedí
el monto que me correspondía, que era poco, debido a la devaluación de
tiempos de la UDP, con el encargo de que al menos comprara flores para
esa tumba fecunda.
La edición de El run run de la calavera que hizo la Editorial Los
Amigos del Libro sólo consigna la primera parte de la novela. Esto
porque los jurados descalificaron la segunda parte, y porque yo sentía
la misma inseguridad que siento ahora, y por eso admití que sólo
publicaran la primera parte. Esta es la versión que conocen en el
país. Una versión completa sólo fue difundida por el diario Los
Tiempos en Cochabamba, no en el país. Esto me motiva a agradecer a las
profesoras y amigos que discutieron y defendieron El run run hasta
conseguir que clasificara entre las 15 mejores novelas escritas en
nuestra vida republicana. Agradezco en especial a Magaly Arandia de
Jordán, a Elizabeth Torres y a Xavier Jordán, que fueron los artífices
de esta clasificación.
Un recuerdo inolvidable: El run run se entregó en la chichería
Chernobyl, de Quillacollo, antes de que fuera el magnífico centro
turístico y la usina que es hoy, en presencia de Alfredo Medrano, que
oficiaba de sumo sacerdote. Mi buen amigo y compadre Walter Gonzáles
había preparado una wallunka, que es un columpio gigantesco, y había
invitado a Encarnación Lazarte, cultora de la música valluna y de la
copla carnavalera y de Todos Santos. Cuando aparecí con un paquete de
300 libros, las cholitas jóvenes me asaltaron, rompieron el paquete y
se llevaron los ejemplares. Jamás recibí mejor homenaje. Me invitaron
a aisar a una cholita y allí capté el secreto de la ceremonia de la
wallunka, porque literalmente hay que dar cuerda al tremendo columpio
y eso tiene su arte. No es así nomás jalar de una cuerda y conseguir
que la cholita sentada en el columpio se balancee delicadamente y sin
riesgo de su vida. Ella debe enlazar con la punta del pie una canasta
colgada de un travesaño auxiliar, y así ganar el premio; pero el éxito
depende no sólo de la cholita sino de los aisadores. Una aventura
magnífica. Recuerdo que Alfredo fue también aisador, y que la cuerda
se le enroscó en el cuello y lo echó a una acequia de riego, una
escena que, para mi asombro, había prefigurado en la novela.
La reacción de los habitantes de Pocona a El run run no fue muy buena.
Quizá sintieron que un advenedizo se había infiltrado en su intimidad
y la había revelado a los lectores con una versión antojadiza en la
cual no estaban de acuerdo. Cuando murió doña Celima y asistí a su
misa de cabo de mes, pude comprobar que allí estaban todos los
personajes de El run run, y así los presenté a los periodistas que me
acompañaban. Doña Celima era una santa señora, abuela de mis tres
hijos mayores. Así fueron muriendo la mayoría de los personajes, al
punto de que ahora sólo quedan Javier Orozco, su esposa, Egipciaca
Rosas; los hermanos de Egipciaca, Goyo y Orlando Rosas; don Raúl
Escóbar, que sigue siendo un hombre fuerte y laborioso, y continúa
cultivando papa en el valle ubérrimo de Pocona; y Óscar Escóbar, con
cuya pinta Bruce Willis ganó un montón de dinero en Hollywood. La
ausencia de los personajes principales ha acrecentado el interés de
los poconeños en esta novela, porque habla de sus mayores. Es el caso
del alcalde de Cochabamba, mi buen amigo Gonzalo Terceros Rojas, hijo
de don Óscar Terceros y de doña Inesita Rojas, ambos personajes de El
run run. Con don Óscar, que ya murió, tuve jornadas inolvidables de
tertulia en Pocona, pero doña Inesita se conserva, y cada vez que la
veo tengo un motivo de regocijo.
Muchos años después, Raquelita me mandó una novela corta
extraordinaria, inolvidable, intensa como un diamante, escrita por
Castelao, humorista gallego que murió cuando yo nací, en 1950. Compró
el libro por el título: "Un ojo de vidrio", memorias de un esqueleto
que usaba un ojo de vidrio en el Más Allá.
Sé por qué me cautivó de inmediato su lectura: por razones que
desconozco, soy cultor del macabrismo, al igual que Castelao. Esta
temible palabra se refiere a una tendencia muy corriente en la Edad
Media: revivir con humor a la muerte y a los muertos. Luego vino el
Renacimiento y el predominio de la Razón, que se negó a creer en
aparecidos.
Castelao es un delicioso macabrista creador del esqueleto de ojo de
vidrio que cuenta su vida, y este servidor, como bien lo saben sus
paisanos, ha escrito El run run de la calavera, una novela festiva
sobre la muerte y los muertitos rebeldes que disfrutan de los ritos
del Día de Difuntos y, al influjo de la buena chicha culli, se
resisten a volver al Más Allá.
Del mismo modo, y tal vez por desesperación de no poder devolverle
la vida a mi entrañable carnal Alfredo Medrano, se me ocurrió
nombrarlo corresponsal en el Más Allá, a ver si transcribiendo lo que
él me dicta puedo de algún modo revivirlo.
Veamos un pequeño fragmento de la novelita de Castelao:
"Fue una noche de luna llena cuando salí de la fosa por primera vez.
Trabajito me costó desentumecer las piernas y cuando me levanté y
saqué la cabeza fuera de la tierra, me quedé pasmado… Aquel ojo de
cristal que no me había servido de nada en la vida ahora me sirve para
mirar. Loco de contento me saqué el ojo, le di cuatro besos y volví a
ponerlo en su sitio. De un impulso salté de la fosa y fui hacia el
lugar de reunión de los esqueletos. […] Harto de contemplar a mis
compañeros bailando como si fuesen huesos al son de la Danza Macabra
de Saint Säens, me aparté del mentidero y me fijé en un esqueleto que
estaba sentado en una lápida y que tenía la calavera ladeada
(expresión de tristeza y melancolía en este mundo). Me acerqué a él y
observé cómo protegía en la caja que forman las caderas un esqueleto
pequeñito. En seguida me di cuenta de que era un esqueleto de mujer y
pregunté amablemente:
--- ¿Es usted una de las mujeres de las que mataron en Oseira, Nebra o Sofán?
---No señor, no – me respondió-- ¡Morí de tristeza!
Después observé que en los huesos de las caderas no tenía agujeros de bala.
---Muy honda debió ser la tristeza –le dije.
---Sí señor. Morí enamorada del hombre que se pudre debajo de esta piedra.
Y al mirar la piedra pude leer un epitafio en verso castellano y
colgando de la cruz vi un retrato con marco de varilla dorado. Era un
sargento de bigote rotundo fumando un puro con vitola.
No quise saber más y me fui a acostar."
Maravillosa lectura para quien podría dibujarse a sí mismo como un
esqueleto con ojo de vidrio.
TIM BURTON Y BORIS VIAN
Cuando vi La novia cadáver, de Tim Burton, lloré de emoción porque era
mi Run run llevado al cine. Era el mismo soplo vital de alegría, amor
y regocijo que yo había querido insuflar en los personajes de El run
run.
Algunos críticos se contentan con clasificar a El run run como una
obra costumbrista. No creo que sea el caso, porque su segunda parte es
un cover o tributo a La espuma de los días, novela escrita por Boris
Vian. Digo cover porque en toda la segunda parte hay motivos que sólo
se explican en la óptica de ese gran escritor francés, que era sátrapa
del Colegio de Patafísica, de París. Hace unos meses se conmemoró los
cincuenta años de su muerte y los analistas subrayaron la influencia
que tuvo en la literatura argentina, particularmente en los personajes
y situaciones de las novelas de Julio Cortázar. Así ese sentido de
gratuidad y de desapego del utilitarismo que encontramos en Historias
de cronopios y de famas, trasunta una influencia de Vian; el culto a
la patafísica es cosa de Vian; y los personajes de Rayuela, son
vianescos.
El run run de la calavera es la única obra boliviana adicta al
escritor francés, cuya memoria es rescatada hoy que La espuma de los
días ha sido incorporada a las ediciones de La Pléiade, una
consagración definitiva en la literatura francesa. En La espuma de los
días, hay un curioso invento, el pianocktail, que, según se interpreta
en sus teclas un blues de Duke Ellington, produce cocteles
sofisticados y exquisitos. En El run run hay otro pianocktail que
produce deliciosos platos criollos.
Es fácil llevarse por la inercia crítica y calificarla como novela
costumbrista, pero está inspirada en la lectura del novelista,
compositor, ingeniero, inventor francés autor de La espuma de los días
y de El otoño en Pekín, entre sus mejores obras.
En la segunda parte hay un personaje lúcido, Erasmo Zabala, que
percibe lo que el resto no: que todos son personajes de papel, que son
apenas estampados de letras en una superficie blanca y plana, y lo
peor, que del límite de esas páginas nunca podrán salir. Entonces
remonta el texto hasta la primera letra, y corre hacia el final, hasta
la última, y se asusta porque de este libro nunca podrá salir. Al
final de la obra, todos se van de Pocona, excepto él, que ha quedado
atrapado en la red de la novela. Esa fantasía es vianesca.
Hay por lo menos dos más explícitas: en “La espuma de los días”,
Boris Vian presenta un invento que ya hubiera querido patentar: el
pianocktail. Es un piano vertical que al sentir un blues bien
interpretado acciona un grifo y una copa y alista un cocktail
fantasioso. Así hay un combinado que corresponde a Ruby, mi Dear o a
Sophisticated Lady, de Duke Ellington, o a Crepuscule with Nellie, de
Thelonius Monk. Pues bien, en El run run de la calavera hay una bocina
de vitrola que primero difunde música criolla y luego la convierte en
deliciosos platillos. La novela dice: “De la bocina comenzó a salir
primero un tufillo de frituras y hierbas aromáticas y, por fin, hebras
y cubitos de charque retostado a la brasa, uchullajua con quilquiña,
papawaiku morada, mote de willcaparu, huevos duros y tajadas de queso
que se acomodaban incesantemente en el platito’y losa y en la ollita’y
barro. A Santa Bárbara le dolían los pies. Se moría de antojos, pero
no se atrevió a moverse.”
La alusión a Santa Bárbara es también vianesca: los santitos criollos
salen de la sacristía donde fueron arrumbados y se confunden con los
muertos y sus deudos en la francachela del Día de Difuntos.
La otra fantasía tiene como protagonistas a Arturo Borda y Costa
Arduz, quienes celebran la bohemia sombría de La Paz en un oscuro
changarro. Allí llegó la noticia de que en un pueblo luminoso del
valle cochabambino, en Pocona, los muertos se habían rebelado en Todos
Santos y no querían volver a sus tumbas. Aun más: exigían un velorio
colectivo donde abundara la chicha y los manjares criollos para luego
volver pacíficamente al Más Allá. Borda y Arduz deciden viajar al
valle y para ello tan sólo abren la puerta de lata del changarro, y
listo: el ambiente en blanco y negro donde estaban se llena de luz
multicolor y ellos aparecen en el velorio colectivo de las almas.
Hay un cover menor al utopista Charles Fourier cuando se describe una
mesa incesante que abarca la plaza central de Pocona, donde hay todas
las viandas criollas juntas. Esta es una utopía fourierista, pues el
gran pensador francés decía que la alimentación, como el amor, era
demasiado importante y que el Estado debería tomarla como su más alta
función. En los siglos XVIII y XIX hubo muchas utopías europeas que
hablaban de mesas colectivas donde se concentraban todos los manjares
para uso libre de la población.
En fin, un último guiño a Boris Vian, cuando Zabala, el personaje loco
y lúcido, ve desde una altura cómo todos los personajes se van de
Pocona y él ha quedado solo. Uno de los que se van “cerraba la
cremallera ondulante del camino, clausurando para siempre el paisaje y
esta novela…”. Eso de escribir una novela con cierre automático es
típicamente vianesco.
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1 comentario:
Ramón, está muy bueno eso de la patafísica. Justo lo estaba viendo en un estudio que estoy haciendo de "El run run". Releyendo tu novela me doy cuenta que con sobrada razón está entre las 15 fundamentales. Un abrazo y suerte
Mauricio Murillo
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